
Me había enterado el jueves por la noche. Alguien con el que había compartido espacio, se sentía mal. Tenía décimas de fiebre e iba a proceder a hacerse la PCR como corresponde. Parecía que no era nada importante, simplemente para descartar. Así al menos me convenzo. Nos han contado que existe una pandemia por una enfermedad llamada COVID-19, un tipo de coronavirus cuyo origen de la transmisión de animales a personas se desconoce. La versión oficial cuenta que comenzó a propagarse en el Mercado de Wuhan (China) a principios de 2020, dicen que por muerciélagos. ¿Quién iba a decir que todo el resto del año lo iba a dominar ese virus diminuto que provocaba una neumonía rara?
A pesar de que habíamos pasado casi tres meses encerrados, que nos asombramos con las medidas de control del virus en China, que vimos cómo los mayores morían uno tras otro en las residencias de Madrid y aunque conocimos cómo los militares trasladaban los cadáveres hacinados por las calles de Bérgamo, nadie conoce a ese maldito bicho. En Canarias habíamos tenido una respuesta más que meritoria al virus y pocos conocidos, diría que hasta ninguno, habían experimentado la maldita enfermedad provocada por el SARS-CoV2. A pesar de los repuntes que estaba habiendo en Canarias en este movidito verano de 2020, “a mí no me va a tocar”.
El viernes transcurrió normal, pero la angustia por la falta de noticias era desesperante. De igual forma, el fin de semana fue lastimosamente angustiante. Para evitar el contacto con mucha gente y para pensar, decidí subir a la cumbre. El aire limpio de los pinos, la tranquilidad y el sosiego me ayudaron a despejarme el sábado, aunque el tema no se iba de la cabeza. El domingo me empecé a sentir un poco mal, aunque nada fuera de lo común. Simplemente un poco de cansancio y algo de rinitis que achaqué a la altitud. Pero el tema y la sospecha no se iba de la cabeza.
No sabía dónde ir, cómo actuar y qué hacer para que no se notara mi preocupación. Lo único que quería era conocer el resultado del contacto estrecho para ponerme manos a la obra o para despreocuparme. Obviamente prefería lo segundo. Tamadaba en el mediodía del domingo me ayudó a pensar que otros mundos sin COVID, naturales, salvajes y abruptos eran posibles, que la enfermedad tenía mucha relación con nuestra forma acelerada y masiva de vida. Por la tarde bajamos y mi cuerpo estaba destemplado. Sin embargo, desde el viernes me controlé la fiebre, que no subió en ningún momento. Estaba claro que algo me pasaba, fuera la actitud, la cena del sábado noche, quizá demasiado tarde o los cambios de tiempo.
El lunes arrancó con fuerza. Tareas, labores y proyectos que me hicieron olvidar un poco el tema. Pero a mediodía llegó el mensaje: “salí positivo en COVID-19”. Me quedé blanco. Mezclaba preocupación por esa persona con egoísmo, “¿ahora me tocará a mí?”. Tampoco pensaba exactamente en mí. Me acordaba de lo que había hecho los días anteriores, las personas con las que había estado y el contacto que había tenido. ¿Fui un irresponsable? ¿Me señalarán? En ningún momento pensé en señalar al contacto estrecho. No es el perfil de machango que se va a un botellón y no se pone mascarilla, ese prototipo que nos ponen como responsable del rebrote veraniego de la pandemia.
900 11 20 61. “Buenas tardes”. “Tuve un contacto con alguien que dio positivo en COVID-19”. “¿Tiene síntomas?”. Exagero un poco, pero realmente, a pesar de estar blanco y preocupado, me encuentro bien. “Le paso con un enfermero que él le explicará qué tiene que hacer”. “No cuelgue por favor”. Una hora después, un enfermero con voz humilde, profesional y un tanto novata a mi juicio, me hace las pertinentes preguntas. “¿Estuvo más de 15 minutos con el contacto estrecho?”. Evidentemente si no, no llamo. Preguntas y respuestas firmes y asustadas.
“Bueno, ahora debe estar aislado en una habitación en su casa. Use mascarilla en zonas comunes y limpie todo con lejía cuando use el baño. Tenga una bolsa de basura para usted y ponga su ropa en una bolsa para lavarla aparte a 60ºC”. “¿Cuándo me hacen la PCR?”. “Le llamarán en cinco o seis días”, responde. Cinco o seis días, encerrado, sin saber nada. Pensando que soy una bomba de relojería y no lo sé con certeza. Igual estoy haciendo el bobo o igual estoy comportándome como un hipocondriaco. Cinco o seis días para luego esperar 48 horas (mínimo) por el resultado que confirme o desmienta.
“Su doctora de cabecera es quien tiene que darle el alta. Pida hora con ella”. ¿Cómo me va a dar el alta sin resultado de examen de PCR? Rastrea los contactos con los que vivo y me reitera las medidas de aislamiento. “Si se encuentra mal llame que nosotros nos trasladamos a su domicilio”. Me encuentro bien, pero en ese momento no soy consciente que empiezo una cuarentena llena de incertidumbre y de golpes psicológicos.
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