Siempre comienza a hacer la fritura a la misma hora, muy temprano.
El olor sube por el patio de luces y me despierta. (Por fin me libré de ese maldito "Riiiiing riiiiing", ahora mi despertador suena a aceite hirviendo y huele a ajo y cebolla).
Pero justo al momento, y con ese aroma, sube también su voz quebrada, conversando con su hermana por teléfono.
Las mismas frases; el mismo saludo diario, como si fuese un guión. Ya puedo adivinar incluso lo que se dice al otro lado de la línea.
Entonces recuerdan a su madre y lo solas que las dejó al morir.
Mi vecina llora mientras intenta consolar a su hermana, pero parece que no puede ninguna de las dos.
-Debió ser una gran mujer- pienso siempre.
Y llega el momento en el que quiero actuar y gritar por la ventana:
- Doña, ¡la fritura se le está quemando!
Nunca me atrevo a hacerlo ni a romperles la rutina, pues no sé lo que puede ocurrir.
Huele mucho a quemado. Se oye un suspiro:
-¡Ay! Hasta mañana.
El cuelgue del telefóno.
Lloro. Y para amortizar mi llanto, me pongo a picar cebolla.
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