La vendedora de café que escribía poemas y luego los destruía
La vendedora de café, desde que había llegado al Mercado Municipal, se dio a conocer por su natural simpatía. Natural, sin mezcla. Su seña de identidad, la eterna sonrisa que iluminaba su semblante. Le gusta leer, sobre todo, las novelas victorianas del siglo XIX: lentas, largas, pausadas, donde la acción transcurre al mismo tiempo que la vida de entonces. Soledad Santa Cruz, amante de la pachorra y la lentitud, disfrutaba con la parsimonia. La prisa, una auténtica desgracia; decía con frecuencia.
Cuando llegaron los aniversarios de los compañeros de los otros puestos, presentó su otra faceta: escribía pequeños poemas que se leían antes de cantar el "cumpleaños feliz". Luego los destruía porque ni ella misma los consideraba. Así que en cada celebración, Soledad era requerida para la lectura de sus pequeñas rimas.
Tiempo después descubrimos que, en los momentos quietos, donde el aroma del café recién molido traspasaba el tiempo real, sentada en el pequeño taburete y como mesa el mostrador de cálida madera, escribía versos y versos, al ritmo y susurro del ruido de los puestos cercanos y de las carcajadas y bromas que Adrián Quintana, su vecino de negocio, prodigaba en tono correcto con sus clientes habituales, que recitaba con la sonrisa más abierta. Luego, el olvido, la desmemoria intencionada y los poemas convertidos en papelillos con aromas de café recién molido dormían en la papelera del pequeño local.
Hoy ya no está en el Mercado ni en el mercado. La crisis la trasladó primero de sitio y luego la dejó en su casa, donde al lado del bernegal y las helechas vive otras vidas.
No sé si a estas alturas de su soledad Soledad Santa Cruz sigue escribiendo.



























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