Casto cinturón para el acosado varón
Pues resulta, estimado lector, que en Nairobi, capital de la africana Kenia, no dan abasto algunos comercios con la demanda de cinturones de castidad. Pero se trata de algo absolutamente revolucionario frente a usos y costumbres medievales europeas (con aquellos llenos de pinchos, los varones amparaban la posesión de la muy fiel y honesta amada frente a intentos de ocupaciones ajenas tras años de soledad). Sucede que en Kenia los tales cinturones los compran hombres para protegerse del ataque de mujeres desarretadas, disparatadas. Menos mal que en España quedan machos como Dios manda, tal el alcalde de Granada: "Las mujeres son más elegantes cuanto más desnudas están", les dijo a jóvenes preuniversitarios a quienes recibió en audiencia. (¡Qué pensarían las muy sobresalientes criaturas!) Bebió de los chorros de La Alhambra este nazarí, seguro.
Porque en una sociedad ordenada, civilizada y reglada por usos y costumbres de milenarias tradiciones lo que se imponía era el casto cinturón para la mujer, no siempre en ordenada estabilidad emocional. Pues ya antes de la tassosiana La Jerusalén libertada, sabios medievales conventuales vaticinaron que los caballeros cristianos tendrían que comprometerse con las sagradas Cruzadas e ir a la destrucción del moro, el infiel, antecedente islamista.
Mas hete aquí que nuestros héroes del Medievo temían dejar a sus mujeres en la soledad de la alcoba castillil, por si acaso las malignas tentaciones de Belcebú enfervorecían edades juveniles y peligrosas soledades en camas de cuerpo y medio e, incluso, sobrecameras, testosterónicamente perfumadas por cosas de la edad, sensuales como algunos versos nerudianos de Veinte poemas de amor. Por tanto, la mujer débil, timorata y despersonalizada debía ser resguardada en sus interioridades antes de que el varón blandiera enhiestas espadas y escudos para ganarle al moro las tierras sagradas. Y como debía partir con serenidades, la paz estaba en el cinturón de castidad, rigurosa braga hojalateada (impenetrable barrera) que la mujer agradecía, consciente de que podría sucumbir a las tentaciones de Satán en forma de mancebo casi imberbe, por ejemplo, como en Il Decamerone, cuando el apuesto frailecillo se empeñaba en meter al Diablo en los Infiernos. (Que la diaria micción de la mujer castamente cinturonada o los pinchos produjeran infecciones y heridas muchas veces mortales no preocupaba, en absoluto. De cualquier manera, en caso de urgencia podía recurrir al cura que guardaba una de las dos llaves del candado, aunque quizás la posesión de tal artilugio abridor hiciera creer al clérigo que quien tiene la llave tiene expedita la entrada, tal recogen los escribas.)
Pero como digo -a fin de cuentas Kenia tiene mucho que ver con el origen de la humanidad-, el problema de algunos negros keniatas no está en que deben cuidar las partes íntimas de sus mujeres ¡sino las suyas!, expuestas a tropelías, abusos, extralimitaciones y despotismos de sus parientas mujeriles, que lo que se da no se quita, santa Rita. Recordemos que ellos son políglotas y poligoneros por tradición y cultura, es decir, que tienen varias mujeres. Y como ciertas damas europeas se han empeñado en la marcación de los géneros gramaticales ("el alumno / la alumna"), su influencia cultural ha sido nefasta entre las keniatas, que todo lo malo se pega. Incluso la señora vicepresidenta del Gobierno de Canarias dio mal ejemplo el día en que se discutió el Programa (es un decir, una metáfora, una utopía) del candidato señor Clavijo, hoy presidente. La señora Hernández estuvo tan radical con "mis vecinos y vecinas, los canarios y las canarias, los ciudadanos y las ciudadanas", que también ese mensaje lingüístico se expandió sobremanera y llegó hasta la misma geografía keniata, lo cual aceleró la venta de cinturones para el ayer recio y robusto negro, modelo de varón y hombre, y hoy suave sensación de sí mismo.
El problema es el precio, dicen quienes hacen cola para que les tomen las medidas. Porque si la cosa fuera como las de orientales, por ejemplo, con tres euros tendrían. (En hablando de tamaños, dicen españoles que van a baños públicos en Tailandia que los nativos se quedan obnubilados con físicas manifestaciones entrepierniles, dicen. Y que incluso hasta algunos se bañan dos veces para repetir tales contemplaciones.) Pero de los negros, ya se sabe: cuentan narradores que incluso algunos parece que gozan de tres piernas, habilidad de habilidades, Natura sabrá por qué, que todo lo que es tiene su razón de ser.
Por tanto, muchos keniatas usuarios exigen que debería haber un precio fijo, y no que este dependa de laxitudes, volúmenes, acercamientos métricos o disparates fisiológicos, razones ante las cuales tienen todas las de perder por sus exuberancias. Porque si es cuestión de climas, meridianos, latitudes o coordenadas, ¿quién consultó con ellos para tales dispendios? (Y tienen razón, supongo, a fin de cuentas es un sobrepeso que no soportan los orientales.)
Pero no. Allí en Kenia valen diez euros como mínimo. Aunque, por supuesto, aquello no tiene precio, es como en la campaña oftalmológica de hace años: "Dos ojos para toda la vida". Aquí se trata de una sola unidad, aunque no significa 100 por mucho volumen que ocupe. Pero, como en toda sociedad, hay opiniones encontradas. Quien echa mano a la nostalgia por aquello de la edad, dice que en su juventud no existían, ¡ni de coña! Y si no, que les pregunten a sus 83 hijos. Los jóvenes, claro, pretenden incluso sobrepasar el límite psicológico de 100, que fantasmillas los hay incluso en Kenia. Pero, luego, son débiles: se hojalatean por miedo, pues temen caer en las abrumadoras manos de aquellas jóvenas sedientas de rebeliones y que han perdido prudencias, respetos y comedimientos por culpa de feministas lingüísticas. ¡El mundo al revés, inglés! Menos mal que la reserva machista granaína se mantiene. Menos mal.





























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