Gustos amargos han quedado en el delicado paladar de los políticos de oficio las peripecias electorales de última hora. La batería estaba engrasada en todo su engranaje, los estantes se les vinieron casi todos abajo, y esta es la triste consecuencia de la apostasía y componendas que constituyen las entrañas de la rancia política de este país.
La obra legislativa está aún a merced de los tiranuelos parlamentarios en el Gobierno de la Nación y en varias Autonomías. Cuando en un país ocurre esto, es que se está tremendamente arto de tanta falsedad y corrupción, y hay razón para alegrarse de la indiferencia glacial de la opinión ciudadana hacia cuanto forma el viejo mecanismo político.
Aún me cuesta digerir que millones de ciudadanos votaran por la desigualdad social, la privatización de lo público, la corrupción, etc, etc. Me es imposible creer que haya aún tanto miedo, me inclino más por la cobardía y el poco o nulo interés que unos comicios tiene para millones de ciudadanos en este país. Me quedó claro hace mucho tiempo; prefieren movilizarse ante un evento futbolero, que ni les dan de comer, ni les proporcionan un puesto de trabajo, que el cataclismo social, económico o político del país.
Y las honradas personas vuelven la espalda hacia el conjunto de los poderes políticos, en acción por los impulsos del caciquismo, del radicalismo, de las desigualdades sociales de todo tipo, etc. Esclavos esos poderes del interés partidista, no son capaces de evolucionar por sí mismos, y cuando surge una ley, una resolución, una simple medida en la esfera de lo preceptivo, que llega a prevalecer sin entorpecimiento ni regateos parlamentarios, es que se fraguo y moldeó en el yunque del compadreo.
Los Gobiernos no son ya expresión de la voluntad nacional; son hijos espúreos del sedimento político, la hez fecal de los parlamentos, que reúne y concentra todas las agitaciones y hervores del convencionalismo constitucional.
Por eso son débiles para el bien y valientes para el mal, impotentes para la regeneración del país y atletas para el contubernio y la farsa, hercúleos para la asfixia de las legitimidades y derechos. Con parlamentos, con partidos y gobiernos como estos, no se puede confiar en el engrandecimiento de una Nación. Serán inútiles todos los esfuerzos de los ciudadanos que intenten por los elementos sanos de la opinión sacar al país del atasco.
Que haya crisis o no la haya a la rancia política le interesa poco; que se cierren o se abran parlamentos mucho importa. Lo que sería menester para que la nación se rehiciera, es que las nuevas formaciones políticas pasaran la esponja por todos esos elementos podridos de políticas caducas, haciéndoles desaparecer para siempre en la cloaca del olvido.
Hacen falta cualidades renovadoras, sanas energías, factores de indiscutible pureza política para que los poderes públicos sean lo que deben y respondan a lo que representan.




























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