El eterno paseante
No se cansaba nunca. En cuanto disponía de un rato libre, dejaba la oficina y se perdía en las calles.
No le importaba ni las cuestas ni las pendientes, si se asfixiaba subiendo o no. Pisaba con fuerza los viejos adoquines de su ciudad y en ocasiones daba un zapatazo para despertar a los que ya se habían marchado. Apreciaba cada detalle, cada filigrana en piedra que sus antepasados dejaron escritas en las calles de su vida. Le gustaba el mediodía y la tarde.No le importaba ni las cuestas ni las pendientes, si se asfixiaba subiendo o no. Pisaba con fuerza los viejos adoquines de su ciudad y en ocasiones daba un zapatazo para despertar a los que ya se habían marchado. Pero también en las noches frías y solitarias disfrutaba del paseo y de su eterno habano que, al subir el humo por las fachadas, quedaban atrapadas en el momento mágico de la melancolía; como si el humo acogiera en una nube de dolor el tiempo que se desvanecía tan rápidamente. Al jubilarse, su presencia en el paisaje urbano se hizo aún más patente. Solo desaparecía cuando se sentía atrapado en el argumento de su última lectura.
Empedernido lector e incansable caminante, evocaba los versos de Machado en cualquier esquina. Y en el Parque Chino dialogaba con Domingo Rivero, después de haber disfrutado por enésima vez de las esculturas de Manolo Ramos. Tranquilo y afable, un día se desvaneció junto con el humo de su puro habano y, hoy, si guardáramos la suficiente tranquilidad, lo podríamos encontrar en cualquier rincón apreciando los dibujos en piedra.
¡Y si vemos que no está, demos un zapatazo!































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