El placer de leer

Juan Ramón Hernández Valerón.

[Img #32956]Quisiera terminar el año con un artículo  que nada tiene que ver con los acontecimientos nacionales o internacionales. Dejaré de lado por esta vez “Paren el mundo, que me quiero bajar” u otros temas para dedicarlo a lo que, de alguna manera me ha llevado a la escritura. Y ello no es otro que la aventura de leer o, como reza el título,  “el placer de leer”.
 
Porque leer es hacer un viaje alrededor del mundo; es una carrera de fondo en la que lo importante no es llegar, sino disfrutar del paisaje mientras oteas las veredas que se vislumbran y echas la vista atrás para recordar el camino recorrido. Quisieras no acabarlo nunca, aunque te parezca que estás harto de caminar, de tropezarte una y otra vez con los mismos obstáculos.
 
Leer es observar cómo tus acompañantes, a los que les gusta la lectura, corren a tu lado con las mismas ganas y energías, dándose ánimos para que el trayecto se les haga más placentero. 
 
Leer es una aventura tan apasionante que, una vez que empiezas, no la puedes abandonar, porque se vuelve adictiva hasta el punto de tener que controlarla no sea que te resulte dañina como a muchos personajes célebres, tanto reales como imaginarios. Recordemos que el personaje central de la gran novela de Cervantes se volvió loco por tomarse en serio todos los libros de caballería que había leído. Y aunque estoy seguro que a nosotros no nos va a pasar lo mismo, es posible que podamos sufrir alguna que otra calentura.
 
La gente que lee vive un continuo e incesante deseo de conocer a otras gentes, otras culturas, otras formas de entender el mundo y la vida, que le muestren pautas de conducta para enfrentar el mundo.
La gente que lee se refugia en algunas ocasiones en el mundo que le ofrece el libro y se olvida por completo de su realidad diaria, tan rutinaria a veces, tan compleja siempre. A través de la lectura te vas dando cuenta de que, si bien eres el mismo de hace setenta años, algo sustancial ha ido transformando tu persona con el paso del tiempo.
 
Es tanto el placer que da la lectura que siempre estarás en deuda con ella. Y no la podrás olvidar, como no olvidas tus orígenes.
 
La lectura te hace, tal vez (aunque parezca algo presuntuoso), más sabio, pero sobre todo más tolerante, más humano. Con ella consigues la paz que no encuentras con otras cosas u en otros sitios, por muy cómodos, maravillosos y espectaculares que te puedan parecer, porque la lectura es descanso, diversión, añoranza, nostalgia… La lectura es un amor apasionado, un remanso de paz, es el descanso del guerrero en su lucha diaria. 
 
El amor a los libros surge poco a poco, como si estuvieras saboreando el mejor manjar: quieres comértelo, pero lo haces despacio, como los niños, para que no se termine pronto la golosina. Cuanto más lees, más te vas enamorando de ellos. 
 
Aunque la frase sea un poco manida, el libro es un amigo y un tesoro. Siempre está ahí, a tu lado, sin hacer ruido, pero visible, nunca te decepciona. Claro que, hay libros y libros. Para ti unos son más importantes que otros, pero nunca podrás olvidar aquellos que conociste en la infancia y en la adolescencia y marcaron tu juventud, dejando una huella indeleble en tu mente, tal vez, saturada de más libros. Siempre tendrás una mirada de agradecimiento hacia ellos y muchas veces los abrirás y empezarás a leerlos como si fuera la primera vez. Lo harás con ternura y la añoranza te golpeará el rostro cada vez que lo hagas. Será triste y a la vez  reconfortante, porque en un segundo desfilarán por tu mente los recuerdos de tus primeras experiencias lectoras. 
 
Un libro es el amigo que nunca te traiciona, que siempre está ahí, a tu lado, al que siempre recurres cuando lo necesitas y sabes que te recibirá con los brazos abiertos, te abrazará fuerte y te susurrará palabras sabias, hermosas y reconfortantes.
 
Un libro es aquel que está siempre dispuesto a permanecer pacientemente a tu lado hasta que te repongas de tus continuos devaneos, el que te va a ayudar a superar tus miedos, tus angustias y tus inseguridades. El que siempre te dará buenos consejos para que continúes enganchado a la vida a pesar de sus sinsabores.
Un libro es, en definitiva, y porque no encuentro en estos momentos mejor definición, un ser querido que desea lo mejor para ti. 
 
Yo he tenido la fortuna de leer libros que me parecieron extraordinarios. Otros no los juzgué tan buenos y  algunos los consideré mediocres, tirando a malos, pero todos me enseñaron algo. Mientras leía he amado y he sufrido tanto o más que los (o las) protagonistas. Los he acompañado a lo largo del relato, a veces con ternura, en ocasiones, enfadado; en otras, temeroso, y en muchas, sorprendido, ofuscado (cabrían infinidad de adjetivos). Me he enamorado de los viajes, de los paisajes, de las protagonistas… He visitado innumerables países. He conversado con asesinos, maleantes, prostitutas, damas elegantes, caballeros de capa y espada, curas, obispos, cardenales. He sido generoso unas veces, egoístas otras tantas; me he sentido un pobre analfabeto y un hombre culto.  Un mendigo y un señor; un hombre de negocios y un poeta; un héroe y un villano; el asesino en algunas ocasiones y el investigador en otras muchas. He visitado los campos de batalla sin querer estar en ellos, he presenciado la crueldad humana en todas sus dimensiones. He llorado hasta quedarme sin lágrimas y he reído hasta llorar de alegría, pero todo lo he hecho por amor a los libros. 
 
Desde que posé por primera vez mi mirada en los libros hasta el momento presente he navegado por mares ignotos, he buscado tesoros en islas deshabitadas, acampado en otras que parecían misteriosas. He vivido mucho  tiempo solo en una isla desierta. He sido capitán a los quince años, me he enfrentado a piratas y a corsarios, he sucumbido a los encantos de una mujer y me he enamorado de otras muchas hasta casi rozar la locura. 
 
He estado en la Francia de la Independencia y en la de Napoleón, he combatido en Trafalgar y en Bailén. Estuve presente en la Constitución de 1812 en Cádiz, toqué un tambor de hojalata en Alemania y experimenté el terror de los campos de concentración nazis. Entré en Italia junto a Garibaldi y conocí al Gatopardo, vi la casa desolada de la que hablaba Charles Dickens y pude comparar Londres con París gracias a sus impresiones sobre las dos ciudades. Lloré cuando conocí a Oliver Twist. Recorrí la estepa rusa siendo correo del zar; me embarqué en el Nautilus y bajé al fondo del mar; fui de la Tierra a la Luna en un  viaje alucinante; visité al señor y la señora K en su casa de columnas de cristal, a orillas de un mar seco cuando llevaban veinte años viviendo en el planeta Marte, y que años después lo contaría mi amigo Ray Bradbury en sus hermosas y alucinantes “Crónicas marcianas”. 
 
Después, ya en el planeta Tierra, hice amistad con Garp, que tenía una visión del mundo muy particular. Por eso “el mundo según Garp” era distinto y novedoso y aprendí a vivir en él con la mayor comodidad, junto a John Irving, que tuvo la gentileza de prestarme otras buenas historias que me encantaron y me hicieron feliz una larga temporada. Y para no resultar cansino confieso que he leído, pero no todo lo que me hubiera gustado. Soy consciente de que, si dispusiera de otra vida, tampoco terminaría de leer todo lo que quisiera.
 
Con estas pocas y pobres líneas no he pretendido sino rendir el más honesto y sentido homenaje a los hombres y mujeres que lo han hecho posible y a los que lo seguirán haciendo, a todos los escritores que han dedicado su vida entera a imaginar y escribir historias para que sus lectores pudieran saborearlas alguna vez, aunque pasaran años, décadas y centurias. A todos aquellos que quemaron su vista en las noches de todos los días de su vida al socaire de una vela o alumbrados por la luz calamitosa de un candil escribiendo en unas miserables cuartillas, en una mesa y una silla igual de tristes y que se murieron de hambre y de frío sin conocer nunca el éxito, sin poder abstraerse del vicio de la escritura, sin imaginar nunca que algún día serían tan célebres que los conocería el mundo entero, pero que nunca renunciaron a contar sus historias. 
 
Y también rindo mi modesto homenaje a los que nunca llegaron a ser reconocidos ni tan siquiera por su comunidad, pero que pusieron todo su empeño para dejar por escrito todas las ideas que pululaban por sus mentes.
 
Y como los he conocido gracias a las lecturas de sus libros, y consciente de que nunca podré pagarles todo el bien que me han hecho, quisiera decir en alta voz para que me oigan donde quieran que se encuentren, que siempre les estaré agradecido por dejar tan profunda huella en mi persona.
 
Juan Ramón Hernández Valerón
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