Una noche en la ópera
Cuando algunas veces me lo encuentro por las calles de mi ciudad, cabizbajo, siempre solo, huidizo, a veces tambaleante y con la mirada perdida, me cuesta reconocer en este hombre de pelo aún abundante pero totalmente blanco a aquel niño que fue y al que conocí en el cine Estrella. Los recuerdos afloran a mi mente con la misma luminosidad que una mañana de verano, y veo como si fuera hoy a los niños que fuimos saboreando el rico regaliz que él nos regaló a mi prima Susana y a mí, aquel lejano domingo de la infancia, mientras veíamos UNA NOCHE EN LA ÒPERA, la divertida película de los Hermanos Marx. De los tres, nuestro preferido era Harpo, con su pelo rizado, su pícara mirada cuando corría detrás de las chicas y la trompetilla con la que se comunicaba. A Chico lo admirábamos sobre todo cuando tocaba el piano y Groucho nos hacía reír con su extraña manera de caminar, pero no entendíamos lo que quería decir con sus enrevesados diálogos. Del cine recuerdo el intenso olor a zotal con el que habían fregado el piso, y lo lúgubre y frío que era.
No sé qué negra nube se apoderó de su vida. No sé qué oscuro manto cubrió sus planes. No sé qué desengaños salieron a su encuentro; no sé en cuantas batallas luchó y perdió; no sé en qué recodo del camino quedaron sus oportunidades, y ni tan siquiera sé si las tuvo o las desperdició.
Paso a su lado pero no me reconoce. Algún día me atreveré a hablarle y ofrecerle la medicina consoladora de la palabra, la mágica pócima de la escucha, el reconfortante calor de la compañía y el cálido afecto de la amistad.
Carmen María Ferrera Gil.































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