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No deja de ser llamativo que los Estados Unidos, en su nueva estrategia de seguridad quiera intervenir o interferir en los asuntos de los países europeos, pero, según la doctrina Monroe, Europa no podía intervenir en los asuntos americanos (“América para los americanos”), decían. Y pobrecitos si se les ocurriera tal cosa, porque sus acciones serían consideradas una amenaza, una agresión, y ellos no lo permitirían, faltaría más.
A los ciudadanos europeos hoy no se les ocurriría decir o advertir a Estados Unidos aquello de “Europa para los europeos” ni mucho menos insinuar que “cualquier injerencia en nuestro territorio sería considerada una agresión o amenaza”. Entonces, ¿cómo respondería a Estados Unidos en el caso muy probable de injerencias en sus asuntos? No lo sabemos, la verdad.
Estamos desconcertados, porque siempre habíamos creído que éramos sus aliados, sus amigos. Aquellos que siempre nos defendían de los malos (al menos eso era lo que nos habían inculcado en la escuela y veíamos en las películas). Por eso aprendimos a quererles y se nos había quedado tan prendida aquella imagen en nuestra retina de “Bienvenido, Mr. Marsall”. Es como si un mito se nos hubiera caído delante de nuestras narices; como si de pronto descubrieras que tu amigo gigantón no te defiende de los que te acosan y te deja solo ante el enemigo.
Y a Europa, la vieja y sufrida Europa, ¿qué le está ocurriendo? ¿Cómo es que está perdiendo la fama que ha arrastrado durante cerca de cien años? ¿Cómo es que ha dejado de ser el espejo en el que nos mirábamos todos? ¿Qué ha sido de los países Nórdicos, aquellos cuyos ciudadanos tuvieron siempre la mente lúcida, que nos llevaban décadas de adelanto, que instauraron una sociedad más solidaria, más humana, basada en fuertes cimientos democráticos, en los que los Derechos Humanos y el bienestar de la gente prevalecía sobre todo lo demás?
Aquellos que dieron tantas lecciones a los del Sur y al resto de Europa, que éramos unos paletos en Derechos y Libertades. Que nos subimos al tren del Bienestar y de la Democracia mirando siempre de reojo a nuestros vecinos del norte para imitar todo lo que hacían. Y ahora son ellos los que, guiados de una extraña enfermedad que algunos le han inoculado, están abandonando todo lo bueno que habían conseguido para sus ciudadanos.
Los contemplamos atónitos y no nos podemos creer lo que vemos. Ahora no hacen sino poner el ojo en el Orden y la Seguridad, vigilando con atención a los extranjeros a los que habían acogido a lo largo de tantos años. Ahora les molestan y comienzan a verlos como extraños, como enemigos, a apartarlos, alejarlos, expulsarlos.
Ellos, los nórdicos, que eran tan tolerantes. ¿En qué espejos nos miraremos ahora? ¿Volveremos a contemplar horrorizados noches de cristales rotos? ¿Habrá grupos organizados, como aquella vez, que destrocen miles de negocios y que rompan escaparates? ¿Arrestarán a cientos, a miles de inmigrantes? ¿Serán encerrados en nuevos campos de concentración? ¿A cuánto estamos de que eso ocurra? ¿Volveremos a pasar por todo aquello? ¿No sirve de nada la historia?
Cuando siendo jóvenes estudiábamos la historia del continente europeo, nos asombraba leer cómo Europa había comenzado el siglo XX muy convulsionada, porque muchos asuntos políticos no se habían resuelto y ello dio lugar a la Primera Guerra Mundial, dejando un enorme mar de muertos y un continente polarizado, más dividido, sin resolver adecuadamente las cuestiones por las que se habían enfrentado.
En este ambiente de desolación, Alemania se fue radicalizando con los años, y sus ciudadanos, llevados por la frustración de haber perdido la guerra y sumidos en una enorme crisis social, política y económica, se dejaron convencer por los discursos xenófobos de un tal Adolf Hitler que les hablaba de la supremacía de la raza aria y que les llenó la cabeza con aquello de que había que acabar con tanto judío.
Es decir, explotaron el miedo al extranjero, al distinto, al otro, acusando a los judíos de ser los culpables de todos los males del país. Y los amenazaron y los apalearon y los aislaron en guetos y los metieron en campos de concentración y los exterminaron. Más de cinco millones de judíos pagaron con sus vidas los desmanes de un pueblo que se creía el elegido por Dios para guiar al mundo (paradójicamente, hoy los descendientes del masacrado pueblo judío hacen lo mismo que les hicieron a ellos: masacran a sus vecinos palestinos, cometiendo un genocidio sin precedentes en el siglo XXI).
Y convencidos de su fuerza militar invadieron media Europa, hasta que provocaron un nuevo conflicto bélico al que llamaron Segunda Guerra Mundial, en el que Inglaterra y Francia, ayudada por Rusia y más tarde por Estados Unidos pusieron fin a tantos infortunios. Y este pobre continente quedó tan devastado que tardó muchos años en levantarse.
Nuestros padres y abuelos, que habían sufrido las consecuencias de la guerra, pensaron que ya nunca más volveríamos a las andadas militares, que habíamos aprendido de la sinrazón, que ahora queríamos construir una Europa en paz y en libertad. Y durante muchos años se aplicaron con esmero para construir una sociedad más próspera, una sociedad del bienestar, basada en pilares fuertes y resistentes donde los Derechos Humanos fueran el estandarte que guiara todas las actuaciones. Y fuimos de nuevo el espejo del mundo.
Bueno, nosotros, los españoles, no. Nosotros nos habíamos enfrascados en una guerra fratricida que dejó más de un millón de muertos y una España de vencedores y vencidos cuyas consecuencias arrastramos hasta hoy. Y todo gracias a un generalito de baja estatura y voz aflautada que se levantó en armas contra un gobierno salido de las urnas, un gobierno legal. Y pasó lo que pasó.
Desde entonces miramos siempre al resto de Europa con cierto complejo de inferioridad, porque éramos unos paletos, unos ignorantes redomados, unos salidos sexuales que exhibían aquellas películas de los años sesenta y setenta en las que babeábamos ante una rubia sueca despampanante (todas las rubias de ojos azules eran suecas para nosotros) hasta que la llegada de la Democracia nos liberó de ese vergonzoso estigma. Y empezamos a ser normales, a abandonar poco a poco nuestros complejos, a producir, a estudiar, a conseguir un estado del bienestar y de libertades que en nada tiene que envidiar al de los países más avanzados.
Y hoy, todo el esfuerzo que ha supuesto llegar hasta aquí nos lo queremos cargar de un plumazo. Europa vuelve a las andadas. De nuevo se está reeditando el odio al extranjero, el miedo a los que creemos nuestros enemigos, a los que culpamos de todos los males que nos pasa. Queremos de nuevo encerrarlos entre alambradas, quitarles sus derechos, apalearlos y, si es preciso, acabar con ellos como sea. Una vez lo consigamos, seremos libres, castos y puros. Podremos pasear por nuestras calles seguros y en orden, viendo a nuestras mujeres blancas embarazadas de sus parejas blancas, inmaculadas, que parirán niños blancos e inmaculados.
Y todos seremos felices de nuevo, en un mundo feliz, donde la paz y la concordia reinen a nuestro alrededor. Será todo tan hermoso que solo de pensarlo da escalofríos.
Juan Ramón Hernández Valerón.
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