Microrrelatos. La luz de La Puntilla

Un reencuentro inesperado y la calidez de los recuerdos transforman la soledad navideña en una noche llena de significado y compañía.

Olga Valiente Miércoles, 24 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

En la zona de La Puntilla, allí donde el Océano Atlántico acaricia la arena, cada Navidad tiene un brillo diferente. No son las mismas luces enredadas en los balcones, ni los mismos villancicos escuchándose en la avenida; cada año cambia algo, como si el mar aportara su granito de arena a sus habitantes.

 

Lucía llevaba años sin visitar el lugar. Desde el fallecimiento de su abuela Carmen, la casa familiar estaba deshabitada, completamente envuelta en silencio y oscuridad. Sin embargo, este año había decidido volver.

 

Llegó justo a tiempo para ver el atardecer, el mismo que solía ver de pequeña desde la azotea de la casa. El cielo, teñido de naranja, parecía fundirse con el mar. Nada más abrir la puerta, un olor intenso a lavanda y a galletas la envolvió.

 

Todo estaba tal y como lo habían dejado, tal y como lo recordaba. Excepto por la caja envuelta en papel dorado que había sobre la mesa de la cocina. No recordaba que hubiera nada ahí cuando cerraron la puerta.

 

Al tocarla, una electricidad suave le recorrió los dedos.

 

—Abuela…

 

La abrió. Dentro había un farolillo, igual al que solían encender cada Nochebuena para “iluminar a los que ya no podemos ver con los ojos”. También había una nota, escrita por alguien a quien ella conocía bien:

 

“Cuando sientas que te apagas, que te está faltando la luz, enciende el farolillo y escucha.”

 

Lucía sonrió con nostalgia. Y obedeció. Encendió el farolillo y la casa cobró vida iluminada por una luz cálida que se expandió por los rincones como una caricia.

 

Y entonces…llamaron a la puerta.

 

En el exterior, un chico de su edad, con el pelo despeinado por el viento y una caja de polvorones en la mano, sonreía con timidez.

 

—Hola, perdona que te moleste. Soy Raúl, el vecino de al lado. La casa lleva años vacía así que, al ver la luz, pensé que serías la nueva propietaria y me acerqué a darte la bienvenida.

 

Lucía no esperaba compañía, pero su presencia se sentía extrañamente familiar.

 

—Soy la nieta de Carmen —le dijo—. Pasa, solo estoy de visita, echándole un vistazo a la casa.

 

Raúl entró. Hablaron como si se conocieran de toda la vida: sobre sus trabajos, sobre el ritmo de vida acelerado y el consumismo de la Navidad, sobre su abuela. Él le contó que su familia vivía lejos y que, desde hacía tiempo, pasaba las Navidades solo.

 

En mitad de la conversación, la llama del farolillo tembló, proyectando sobre la pared una estrella de cinco puntas, símbolo que la abuela de Lucía solía llevar al cuello.

 

—¿Tú también lo estás viendo? —preguntó él.

 

—Sí —respondió ella—. Es…mi abuela. Es su forma de decirme que está aquí, conmigo.

 

Raúl no hizo preguntas. No se rió. Solo cogió el farolillo con delicadeza y lo colocó entre los dos.

 

—Celebremos con ella entonces —propuso.

 

Hicieron té caliente y lo bebieron a su salud. Lucía no recordaba haber pasado una Navidad tan extraña, pero tan bonita, como la que estaba viviendo. Tan sencilla y tan llena. Fuera soplaba el viento, haciendo que la brisa del mar llegara hasta ellos.

 

Horas después, se despidieron en la puerta, seguros de que había sido Carmen quien los había guiado hacia ese encuentro. Al menos eso le decía su intuición.

 

Lucía cerró la puerta y agradeció a su abuela la magia del momento.

 

Aquella Navidad fue la última en la que estuvo sola.

 

Olga Valiente

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