Tiene nombre la guagua de novela radiofónica, como “El coche número trece”, un drama de relaciones humanas, o “El enigmático míster Jones”, un famoso taxidermista, disecador de tigres, leones y elefantes, entre otros animales, que yo escuchaba en la radio tipo armatoste que tenían mis padres en casa cuando era pequeño. También recuerdo haber oído “Matilde, Perico y Periquín”, una serie divertida que ponían todos los domingos en Radio Atlántico, que nos hacía reunir para escucharla en familia; hasta mi padre estaba enganchado.
Esa es la guagua de Sardina, de donde viene en esos momentos, después de coger la carretera general tras haber doblado en esa calle que roza el barrio de Majadilla, y va a cruzar El puente de los Tres Ojos. La matrícula es GC78823, sin letras, que aún no existían.
Corría el año 1967, o 68. En la parte de atrás de la guagua no había asientos sino una especie de plataforma donde las sardineras ponían sus bañaderas con el pescado, tan fresco que aún saltaba en el recinto. Y si iba algún pasajero de pie se tenía que agarrar a la barra metálica que cruzaba la guagua de atrás a adelante para no tambalearse y caerse.
¡Cómo me habría gustado haber conocido Gáldar tal cual aparece en la foto! O antes, mucho antes. Y Sardina, por supuesto, que es mi barrio de adopción por el que siento verdadero cariño. Conocí muy bien, sin embargo, el pueblo donde nací, Ingenio, que tanto ha cambiado, supongo que porque está más cerca de la zona turística de la isla y no es ni la sombra de lo que era.
Verde era mi pueblo siendo yo un adolescente de catorce o quince años. Un vergel. Verde como la albahaca, como el trigo verde y el verde limón, por donde quiera que mirara se veía el color verde de las flores de las papas, de las zanahorias, las coles y lechugas, los árboles frutales, las tuneras, piteras y palmeras que siempre bailaban con el viento y que, con el azul del cielo y el encarnado de los tomates, cuando estaban maduros, formaban una conjunción perfecta.
Casi todos los barrios del pueblo estaban teñidos de verde, especialmente El Albercón, Llano de la Cruz, Las Mejías, Mondragón, Aguatona, El Lirón, La Hoyeta, La Pastrana…, cuyo verdor era de olivos, palmeras que ondeaban al aire, tuneras y pitones floridos, de pequeñas huertas, patios exteriores o callejones que lucían las casas, con sus potos, cactus, claveles, azaleas, begonias, camelias, helechos, gardenias, y un largo etcétera, todas plantadas en parterres o macetas de barro, pues todavía no se llevaba el plástico.
En el Barranco de Guayadeque había morales, castaños, almendreros, que se ponían en flor bien entrado el invierno, dejando el valle blanco como la nieve, o rosado, higueras, nísperos, naranjeros, parras… En La Pasadilla, ya en las medianías, y en la caldera de Los Marteles, zona cumbrera que linda con seis municipios, aparte de plantaciones de papas, habichuelas, calabazas etc. se veían pinos canarios de repoblación, retama amarilla, tajinastes azules, orobal, salvia blanca…
La zona cercana a la costa de Carrizal, el barrio más grande de Ingenio, estaba llena de tomateros, como la de Telde, Agúimes… hasta Maspalomas, con cucañas incluidas, que mi padre me decía, para engañarme cuando yo era un chiquillo, que eran casas de indios. Entre Carrizal y el Cruce de Arinaga había una arboleda que jalonaba la carretera y que daba un poco de miedo de noche, si, por hache o por be, perdías el coche de hora y no quedaba otra que echarse a caminar, tras la fiesta de San Rafael, patrón de Vecindario, hasta Ingenio, unos quince kilómetros.
En Arguineguín y Mogán había fruta que se consideraba tropical: aguacates, mangos, caquis, caña dulce… Recién casado, mi padre aprovechó esa coyuntura. Durante el tiempo que estuvo militarizado en Gando, cuatro años después de acabada la Guerra Civil, conducía una camioneta que le permitieron utilizar fuera del cuartel y se marchaba a esos pueblos sureños para comprar fruta y venderla luego en Ingenio, por lo cual se hizo con un buen dinero. De pequeño recuerdo masticar la caña dulce como si fuera una golosina y que mi padre me preguntó si yo creía que era mejor que el regaliz.
Ya tenía dieciséis años cuando inauguraron el Instituto de Agüimes. Para ir hasta allí tenía que coger una guagua a la que llamábamos el coche de hora. Era amarilla, no como la guagua número uno que encabeza este artículo, y cuando llegaba a la vuelta de los olivares, antes del Barranco de Guayadeque, ya todo era verde, que te quiero verde, verde viento, verdes ramas…, como dice el poema de Federico García Lorca. Tan verde como fue La Vega de Gáldar, que está a la derecha de esa guagua proveniente de Sardina.
Cuando yo llegué por estos lares, en 1981, aparte de papayeros, aguacates, guayaberos, lechugas, acelgas, etc., como buena huerta que era, el cauce del barranco de La Vega estaba ocupado por el verde de las plataneras.
Quico Espino
Fotografía cedida por Marcelo González Pérez
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