En el Istmo con Eugenio Padorno
Se ha muerto Eugenio Padorno, profesor, investigador, editor, poeta, pensador y buena gente; a pesar de su tendencia a ser taciturno, melancólico y misántropo. Sin embargo, era un buen conversador cuando el ambiente era propicio, con una finísima ironía que desplegaba con sensibilidad y afecto. Supe de él, aun sin conocerlo personalmente, como profesor en el Instituto de Tafira. El alumnado de los años 70 hablaba de él, y también de su amigo el pintor y poeta Juan Ismael que impartía en el mismo centro la asignatura de dibujo, con afecto y admiración. Sus clases creaban lectores de por vida. Y así continuó cuando dio el salto a la Universidad. Antes había estado de director del Instituto de Bachillerato de Arucas donde dejó su impronta y su humanidad. A su iniciativa se debe que el centro pasara a denominarse Domingo Rivero como reconocimiento al poeta modernista. Su pasión por el teatro le llevó a formar un grupo con profesores y alumnos que dejó huella con sus montajes de Samuel Beckett y Eugéne Ionesco. Lo conocí en esta época, aunque él andaba por París dando clases, escribiendo y ejerciendo la labor de inspector educativo. Cuando llegué al Instituto de Bachillerato Domingo Rivero heredé ese trabajo teatral y continué esa labor. Eugenio siempre se supo orgullosamente profesor de secundaria y de universidad: «Quiero pensar que he formado y he dejado formar en libertad, en provecho exclusivo de los alumnos y no es menos cierto que en esa tarea también, y sobre todo, he sido forjado como persona».
Era un profesor apreciado, aunque en Arucas todo el mundo lo conocía por el poeta. Eugenio el poeta siempre sorprendía cuando se enralaba con los amigos y compañeros. En la intimidad asomaba la confianza y la familiaridad. Fluía la conversación pausadamente, sin cortapisas, y las palabras iban y venían para hablar de todo lo humano. Eugenio el poeta en esos momentos dibujaba una sonrisa ingenua y amigable. Le salía, entonces, la personalidad surrealista que llevaba dentro y ponía un acento bretoniano para navegar el mundo circundante, como si fuera el capitán de una de aquellas barcas pintadas por Juan Ismael. Pero se alejaba de los asuntos de los poetas. Lo recuerdo ahora mismo con un pico cavando en el jardín de mi casa de Santa Brígida ensanchando una zanja, porque le había comentado que estaba tratando de hacer un aljibe e iba lento. No dudó en ponerse a la faena. En esos momentos se alejaba de los asuntos de los poetas. Nos lo contó de alguna manera en Memoria poética donde nos confesaba que «una “vida literaria” puede ser descrita como una pérdida progresiva de intimidad pagada por el aplauso y el reconocimiento». Y añadía que a veces le hubiera gustado retractarse de todo lo hecho y «permanecer en aquel estado de ineditez de los comienzos, en un oteo clandestino del existir, pero para siempre alejado de los asuntos de poetas». Porque el poeta mantuvo, desde que tuvo conocimiento, una batalla entre el estar y el ser, entre el aplauso y el reconocimiento y la soledad y el silencio. Pero estaba en paz consigo mismo pues «hasta el dolor me he esforzado, al menos, porque en mí el poeta necesario acallara al poeta superfluo».
Sí, se nos murió el profesor que pensó Canarias desde la creación literaria, pero no el poeta al que sigo viendo con el pico para desbastar las palabras y llegar a la esencia de las cosas importantes, como el mar de la «saleada concha de Las Canteras». Se nos fue el poeta en este diciembre alegremente lluvioso y con el solajero turístico apagado. Se nos fue el poeta, quesadianamente, dejándonos una vida entregada a la imaginación. Nos lo dejó escrito a la manera de Alonso Quesada: «... Llegaremos al límite secreto de nuestra finitud. Porque la muerte real es necesaria». También el sueño verdadero es necesario en este rincón «del africano infierno atlántico» que constantemente nos interpela, implacable. Y nunca podremos escapar de las preguntas de las sombras del pasado que todavía buscan respuestas para saber quiénes fueron y qué nos dejaron. Pero la vida sigue y con el poeta bajaremos a la playa a vadear la orilla y recoger los jallos que la marea deja en este acuario «acotado entre el perfil de estas montañas calcinadas sobre las que levitan inmóviles celajes». Te seguiremos leyendo, Eugenio, te buscaremos por el istmo de la Isleta y en la arena encontraremos tus huellas frescas de profundo arcano para que otros sigan sacando palabras «de un hondón remotísimo» con las manos encallecidas por el pico.
Felipe García Landín
































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