
En el mercadillo navideño de Teror, entre risas, villancicos y el aroma de castañas asadas, había un pequeño puesto del que todos hablaban, pero al que solo unos pocos se atrevían a visitar. No por miedo, sino por respeto. La caseta, decorada por luces con forma de luna y coronada por una estrella, tenía un cartel escrito a mano que decía:
Coge un dulce si quieres recordar a quien ya no está.
Elena pasaba por delante de él cada diciembre desde que era pequeña. Su abuela solía llevarla a pasear y siempre le decía lo mismo: “Ahí no compres nada a menos que lo necesites de verdad. En ese puesto no se venden caprichos.”
Nunca entendió a qué se refería su abuela… hasta ahora.
El primer domingo de diciembre amaneció frío, pero, como cada Navidad, Elena salió a la calle envuelta en una bufanda y con su abrigo favorito. Llevaba ya unos días sintiéndose apagada, notando la ausencia de su abuela, el silencio de la casa y la nostalgia de los paseos junto a ella. Y no había nada que pudiera aliviarla. Caminó despacio, observando a la gente pasar, hasta que llegó a aquel puesto. No quería acercarse, porque nunca lo hacía, aunque no supiera muy bien el por qué, pero algo sobre la mesa le llamó la atención: una casa de jengibre sobre una base de madera tallada. Nunca había visto una igual. No era perfecta, ni asimétrica; tenía pequeñas imperfecciones que le daban un aspecto especial y la hacían única.
El vendedor, un hombre mayor, regordete, de barba blanca y ojos amables, la miró sin acercarse.
—¿Puedo cogerla? —preguntó Elena.
Él asintió.
En cuanto la cogió, un abrazo cálido la envolvió: a su alrededor el aire olía a canela, a caramelo derretido, a naranja… el mismo aroma que envolvía la cocina de su abuela cada Navidad. Algo dentro de ella se removió.
—Esa casa es especial —dijo el hombre—. No muestra solo lo que ves, sino que atrae a tu mente recuerdos escondidos en algún rincón.
Elena parpadeó.
Él señaló la ventana de azúcar.
—Fíjate bien.
Elena obedeció y se acercó aún más a la casa. La luz del mercadillo se reflejó sobre el cristal de azúcar y, por un segundo, juró haber visto el interior de su antigua casa: el mantel rojo de la abuela, la radio donde solían escuchar la novela… una señora cocinando… ¿su abuela?
Elena retrocedió, emocionada.
—¿Cómo…?
—Los recuerdos nunca se van, muchacha. Solo se apagan cuando dejamos de mirarlos, esperando que en algún momento volvamos a encenderlos.
Guardó silencio y comenzó a llorar. Hacía tanto tiempo que no lloraba… y mucho menos delante de un desconocido. Sin embargo, allí estaba, con las lágrimas resbalando mientras sonreía.
—Me la llevo —dijo sin pensarlo.
El vendedor negó con suavidad.
—No, las casas de jengibre especiales como esta no se venden. Se eligen. Y esta…ya te eligió. No tienes que pagarme, te la regalo. Llévala a casa y, cuando te sientas triste o sola, enciéndela. Volverá a mostrarte lo que tanto necesitas ver.
Elena quiso seguir hablando con el vendedor y preguntarle todas las dudas que tenía, pero, al levantar la vista, ya no estaba. El puesto seguía allí, pero ya no había luces. Estaba vacío. Como si nunca hubiera habido nadie.
Guardó la casita de jengibre en su bolso y volvió a casa.
Esa noche colocó dentro una vela. La llama iluminó las ventanas de azúcar y sus sombras proyectaron la figura de dos personas a la mesa: una anciana y una niña.
Elena se dejó caer en el sofá admirando aquella imagen, aferrada a la casa. Y supo que, aunque la Navidad a veces duele porque nos recuerda las ausencias, siempre hay un lugar al que volver, uno lleno de recuerdos, dulce y frágil como el jengibre… pero eterno como el amor.
Olga Valiente































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