Ojos de garza

Quico Espino

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Llegó a la montaña con una pata rota, coja perdida, y se posó sobre el risco. La garza sintió que la prominente colina le había susurrado que podía guarecerse en alguna de sus cuevas hasta que se recuperara de su malestar. Pasó unas horas al sol, calentando su cuerpo aterido, y la noche en una de las covachas que la montaña le había sugerido, una hondonada en la que soñó que antes de llegar a los acantilados de Sardina había pasado por  La Furnia y por Los Dos Roques, donde se había comido dieciocho huevos de pato, un sueño que la reanimó, haciendo que olvidara su dolor por la pata quebrada. 
 
Era gris la garza, lo cual es raro porque generalmente son blancas. Igualmente extraño resulta ver a estas aves sobrevolando el cielo de Sardina, pero siempre que las veo me acuerdo de la playa de Ojos de garza, donde tan buenos ratos pasamos mis amigos y amigas, sobre todo amigos, durante nuestra niñez, adolescencia y juventud. Recuerdo especialmente una noche, después de un recital que dimos sobre Federico García Lorca, temas de El Romancero Gitano (Romance de la luna, luna; La monja gitana; La casada infiel; Preciosa y el aire…, con la vida, la muerte, la luna, el agua, el espejo, el erotismo… como símbolos) al cual un compañero puso música, y que nos costó un dolor poder cantarlo por culpa del régimen franquista.  
 
Más alegres que unas pascuas, mirando las llamas de una hoguera, aquella noche deshojamos la margarita, el repertorio entero que teníamos, echando manos de todo tipo de música, desde boleros, tangos, pasando por los Brincos hasta los Mustang, Raphael, Adamo, los Pop Tops,  Los tres sudamericanos, Mercedes Sosa, Facundo Cabral, Horacio Guaraní, Los Chalchaleros, La trova cubana…
 
Fue una noche mágica en todos los sentidos, pues entre canción y canción, de repente, no muy lejos de donde estábamos, vimos un meteorito encendido caer del cielo al mar, como si del espacio se desprendiera una lágrima azul, enorme, que se sumó a las olas con las que se armonizó en un vaivén de aguas que bañaban la arena en la que nos sentábamos, para dejarnos totalmente en silencio, después del ¡oooh! de admiración que salió de nuestras bocas. Boquiabiertos nos quedamos.
 
Un silencio roto por las olas se instaló entre nosotros a eso de las dos de la mañana. Miramos las ascuas de la hoguera, que nos recordaban la forma del aerolito, hasta que, poco a poco, nos fuimos callando. Parecía que nuestras voces se perdían en la inmensidad del mar.
 
Recuerdo que un grupúsculo de quienes estábamos reunidos se quedaba en la casa de una de las amigas, la cual se ubicaba a la orilla de la mar, que allí estaba formada por callaos que eran arrastrados por las olas en su resaca.
 
-¡Qué rico! –dijo uno de los chicos, ya acostado, refiriéndose al rumor de la olas arrastrando las piedras vivas.
 
Pero varios minutos después, él mismo añadió:
 
-¡Ños! Fuerte escandalera!
 
Al día siguiente, después del desayuno, nos fuimos paseando por los márgenes de la caleta hacia las playas de Tufia y Agua dulce, y, por el camino, vimos una garza blanca que nos miró detenidamente, con los ojos como potas, y que hizo amago de atacarnos, lo cual nos asustó, pues aquel pico no era cosa de broma.
 
¡Mi madre! Ahora entiendo lo de Ojos de garza. ¡Fíjate cómo nos mira! –dije yo.
 
-Seguro que tiene crías por ahí. Esa actitud es típica de las madres que han parido hace poco –aclaró una de mis amigas.
 
Es verdad lo que decía, pues yo lo había visto en otros animales, como las perras o las gatas, o las gaviotas, que se ponían agresivas cuando estaban recién paridas. De inmediato la garza, aunque se posó un poco más allá, se echó a volar.
 
Fue lo mismo que hizo la garza gris que se había posado en un risco de Sardina,  después de haber pasado la noche guarecida en la montaña, soñando que se había zampado unos ricos manjares. Y volando, ya recuperada de su pata, desapareció en el cielo.
 
Texto: Quico Espino
Imagen: Milagros García Guillén
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