Vestigio

Javier Estévez

[Img #6052]La reconocí enseguida. Treinta y tantos años después, su rostro emergió entre la multitud del supermercado como una página olvidada de un libro que creías perdido. Pronuncié su nombre. Ella giró la cabeza y dijo el mío. Ese gesto bastó: el reconocimiento mutuo brilló entre nosotros como una chispa breve pero nítida.

 

"Qué bien te conservas", le dije. "Tú también", respondió ella. Supongo que mintió por cortesía: por mí han pasado cien años desde entonces. El tiempo no perdona igual a todos, pero en ese instante compartimos la ficción amable de que el tiempo se había detenido, de que seguíamos siendo aquellos adolescentes del colegio.

 

La recuerdo callada, inteligente sin esfuerzo aparente. Era andaluza. De Almería, creo. O de Granada, quizá. Su familia vino a Canarias cuando arrancaban las plataneras de siempre para plantar invernaderos. Su padre y hermanos trabajaban en aquello. Eran tiempos de paradojas: en la península se promocionaba el plátano tradicional mientras aquí se subvencionaba su sustitución. Como ahora: vivimos la época de la hiperconexión, pero los encuentros reales se vuelven imposibles.

 

Tuvimos que despedirnos casi inmediatamente. La masificación no perdona. Detenerse a hablar en un pasillo de supermercado es estorbar, interrumpir el flujo incesante de carritos y prisas. Nos convertimos en obstáculo para la muchedumbre que empuja sin mirar. Otra paradoja más: nos encontramos para descubrir que no hay tiempo para el encuentro.

 

Mi madre fue maestra. Le encantaba que antiguos alumnos suyos la reconocieran años después y se pararan a charlar con ella. Creo entender ahora esa alegría: ser reconocido es la confirmación de que dejaste huella, de que exististe en la memoria de otro, de que ese tiempo compartido no fue en vano.

 

Pude haberle preguntado por su vida, saber qué fue de ella. Sospecho que no estudió, a pesar de su inteligencia. Quizás las circunstancias no lo permitieron. Quizás eligió otros caminos. No lo sé. No lo sabré.

 

Y está bien así.

 

Ese instante fugaz entre los pasillos del supermercado fue completo en sí mismo. Un puente tendido sobre tres décadas y pico, sin artificios ni pretensiones. Dos nombres pronunciados con complicidad. Una sonrisa. Un adiós.

 

A veces los encuentros más verdaderos son los que no intentan ser más de lo que son. Quedan suspendidos en el aire, intactos, como fotografías que no necesitan explicación. No todo requiere continuidad. No todo pide desenlace.

 

Seguimos cada uno nuestro camino entre la multitud. Y el pasillo del supermercado volvió a llenarse de extraños.

 

Javier Estévez

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