Mascarillas para ocultar la corrupción

Juan Ramón Hernández Valerón.

[Img #32956]“En un ambiente donde la corrupción es normal, es más fácil ser corrupto”.

 
La cita que da comienzo a este artículo está extraída de la página 249 del ensayo titulado “Todo lo que era sólido”, libro que no ha perdido un ápice de actualidad a pesar de que lleva 12 años publicado. Su autor es Antonio Muñoz Molina. Tantas verdades se dicen en él que es imposible no volver una y otra vez a su lectura.
 
Y lo traigo a colación porque ahora he caído en la cuenta de que las mascarillas sirven no solo para evitar en lo posible el contagio, sino para tratar de ocultar el mal olor que desprende la corrupción. 
 
Hace tiempo que en España hay podredumbre y no encontramos la forma de mitigarla. En el 2020, el año en el que vivimos peligrosamente, se desató una pandemia que afectó a millones de personas en todo el mundo. En ese ambiente de angustia, miedo y desolación ante experiencia tan amarga, llegamos a pensar que los ciudadanos valoraríamos más la vida y seríamos mucho mejores de lo que habíamos sido, que recapacitaríamos. 
 
Este pensamiento duró lo que tardó en desaparecer la pandemia. Después volvimos a las andadas como habíamos hecho durante más de dos mil años. ¿Qué necesidad de cambiar había después de tantos siglos?
 
Es posible que, después de cuatro años combatiéndola con medidas sanitarias, esté controlada, aunque de cuando en cuando surjan pequeños brotes que generan alarma. 
 
Sin embargo, el tufo que generó la falta de mascarillas y las maneras de conseguirlas continúa impregnando la vida cotidiana de los españoles, pues hay evidencias de que muchos cosas siguen igual sin que ninguna mascarilla sea capaz de mitigarlo. Y es que el hedor que desprenden algunos hechos puede hacer que se mezcle con el recuerdo que nos dejó la pandemia y provocará la saturación de nuestra pituitaria. Porque los casos que han surgido en torno a las mascarillas huelen a podrido, y si ustedes no los han olido será porque tienen muy saturado el olfato, cosa que no me extraña. 
 
Creímos (seguimos siendo unos ilusos) por un momento que habíamos vencido a la pandemia, que la habíamos dejado atrás, que los pequeños brotes surgidos los habíamos superado con éxito. Durante mucho tiempo nos convencimos, o nos quisieron convencer, de que su uso había contribuido de manera eficaz a aminorar los efectos nocivos que trajo.
 
Tenemos que reconocer que dio excelentes resultados, pues se logró contenerla y controlarla, gracias también a una serie de medidas profilácticas. Un año después de aquel en el que vivimos peligrosamente nos empezamos a enterar de las secuelas que dejó y que afectaron no solo a nuestras arcas nacionales sino que hicieron un daño considerable a zonas vitales de nuestros órganos democráticos, cuyos anticuerpos no lograron contener las hemorragias que se produjeron en algunas zonas de nuestro territorio peninsular e insular. 
 
Y empezaron a conocerse hechos que ni habíamos imaginado: hubo gente que hizo su agosto con el dolor de los enfermos, de sus familiares y del resto de la población; otros hicieron el negocio de sus vidas. Y es que, al parecer, existen cosas que priman por encima del bien común, sin importar el sufrimiento de los demás. Por lo que  una vez más volvió la corrupción de la mano de los que se justifican siempre afirmando que ellos no han hecho nada ilegal, que todo es invento de sus adversarios políticos para desprestigiarlos y obtener con ello réditos electorales, que ya verán como terminan absueltos…
 
Siempre el mismo discurso, la misma cantinela, las mismas justificaciones, hasta que todos terminan, antes o después, rindiendo cuentas ante un tribunal de justicia. Lo que se ha convertido en el pan de cada día. Los casos de las mascarillas en la Comunidad de Madrid, el caso Koldo, Ábalos y Víctor Aldama, la investigación que se sigue en Baleares y Canarias, las detenciones del presidente y vicepresidente de la Diputación de Almería, (por ahora), son ejemplos de tramas corruptas relacionadas con de lo que estamos diciendo. 
 
Todo ello nos llena de tristeza y de rabia contenida al observar que, mientras mucha gente luchaba por su vida en los años de la pandemia, un grupo de individuos se lucraban haciendo negocio, a veces por el doble de su valor. Así entienden algunos la solidaridad. 
 
Los ciudadanos permanecemos perplejos ante este desfile de máscaras, cansados de verlos desfilar por nuestras calles y plazas como si fuera la cosa más natural del mundo.
 
La gente de bien, que es la inmensa mayoría, no puede ni debe permitir que los malos olores sigan impregnando la vida democrática de nuestro país, ni que sigamos utilizando mascarillas imaginarias para enmascarar los actos que se cometen casi a diario, porque llegará un momento en el que la podredumbre esté tan extendida que ya no nos importe respirar aires insanos todo el tiempo. 
 
Tenemos que evitar a toda costa que terminemos todos contaminados y vivamos en un mundo insoportable. En nuestras manos está, con nuestros actos de cada día, evitarlo. Y para ello debemos enfrentarlo cuanto antes: esta semana, hoy, ahora, ya. Hagamos todo lo posible para que la atmósfera de la decencia lo impregne todo.
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