Microrrelatos. Una noche especial

Una historia sobre la esperanza y el poder de la fe en medio de la soledad navideña.

Olga Valiente Miércoles, 03 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

Dicen que Santa Claus nunca para. Que su trineo surca los cielos sin pausas, que los renos conocen el camino incluso con los ojos cerrados, que la magia lo empuja hacia adelante como una ola de luz. Pero aquella Nochebuena fue distinta.

 

El cielo sobre el Atlántico estaba despejado, el trineo avanzaba con precisión, dejando un rastro dorado detrás y Santa aprovechaba para repasar mentalmente las listas, los nombres y las direcciones. Todo iba bien… hasta que lo sintió.

 

Un tirón suave, pero profundo. No en las riendas, no en los renos.

 

En el corazón.

 

—¿Lo habéis notado? —preguntó Santa, inclinándose hacia Danzarín, el reno de las astas más brillantes.

 

El reno resopló, inquieto. Los demás disminuyeron la velocidad. No había sido el viento, porque casi no había. Tampoco la niebla inexistente. Había sido un llamado.

 

Santa cerró los ojos. Y la vio.

 

Una niña sentada en un sillón, en algún rincón del mapa. No lloraba, pero sus ojos tenían ese brillo que aparece cuando alguien se esfuerza demasiado por no hacerlo. A su alrededor, la casa estaba iluminada con bombillas de colores, pero faltaba algo esencial: voces, risas, compañía.

 

La niña escribía una carta en la que no pedía juguetes. Pedía que la Navidad volviera a su hogar.

 

Santa tragó saliva. Aquello no estaba en los manuales. No podía entregarlo envuelto en papel brillante. Pero la magia auténtica —la que se forja desde el principio de los tiempos— responde a llamadas así.

 

—Bajamos —dijo con voz grave.

 

Los renos descendieron suavemente. Santa aterrizó sin ruido, como si el mundo le hiciera espacio. Caminó hasta la ventana y, con un toque apenas perceptible, la abrió.

 

La niña levantó la mirada. No gritó. No se asustó. Era como si siempre hubiera esperado ese momento.

 

—Hola, Lucía —susurró Santa.

 

Ella se incorporó despacio.

 

—Pensé que solo venías cuando pedíamos juguetes.

 

Santa sonrió. Una sonrisa cansada, pero verdadera.

 

—Vengo cuando alguien cree, aunque sea un poquito. Y tú… has creído incluso sin fuerzas.

 

Lucía bajó la mirada.

 

—Es que este año… la casa está muy vacía.

 

Santa se arrodilló. Tomó una bola del árbol, una de cristal transparente, y la sostuvo entre sus manos. Dentro comenzó a formarse una luz cálida, pulsante, como un recuerdo vivo.

 

—La Navidad —le explicó— no se enciende desde fuera. Se enciende desde aquí.

 

Le señaló el corazón con un gesto suave.

 

La bola brilló aún más. Lucía parpadeó, maravillada. Aquella luz no sustituía lo que faltaba, pero llenaba el hueco con esperanza.

 

—¿Quieres colgarla? —preguntó Santa.

 

Ella asintió. Al colocarla en el árbol, la luz se expandió por la habitación como un abrazo.

 

Santa se puso en pie.

 

—Te prometo que volverás a disfrutar la Navidad —dijo antes de desvanecerse.

 

Lucía no respondió. Solo sonrió. Una sonrisa pequeña, pero suficiente para que el trineo volviera a elevarse en el cielo con renovada energía.

 

Y desde entonces, cuentan que Santa Claus no solo mira las listas de regalos. También escucha esas otras llamadas invisibles, esas que nacen del silencio y de la necesidad de sentirse acompañado.

 

Olga Valiente

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