
La princesa Zaida era conocida por su capacidad para hablar con las flores… y entenderlas. Decían que cada mañana, antes incluso de salir el sol, solía pasear por los jardines de su palacio para escuchar los secretos que había dejado la luna entre sus pétalos.
Nadie sabía el verdadero motivo de por qué lo hacía. Decían que era por simple capricho, en lugar de pensar que, tal vez, había necesidad detrás de aquello.
Desde que era pequeña llevaba consigo un don extraño: podía percibir la memoria de los objetos, de las plantas y de los animales. Un roce, un aroma, una herida, un pequeño latido atrapado entre sus partículas. Aquello que para los demás era un simple objeto o algo bello, para ella era toda una historia viva que escuchar.
Una noche de luna llena, bajo un cielo verde oscuro plagado de estrellas, una rosa distinta floreció en el jardín. No era ni la más grande, ni la más hermosa. Para nada era perfecta y, sin embargo, su tacto le erizó la piel. Al acercarse a ella, un recuerdo ajeno —y a la vez familiar— le atravesó el pecho como una bocanada de aire frío en pleno invierno.
A la mente le vino la imagen de una mujer desconocida, vestida igual que ella, acercándose a la misma rosa, pero en una época distinta. Puede que varios siglos atrás. Llevaba la misma corona de cristales en la cabeza, pero la suya estaba un poco desgastada. La vio llorar y despedirse de un amor que nunca regresó.
La rosa lloró. Zaida también.
Aquella flor no era una cualquiera, pertenecía a otro lugar y traía con ella el eco de otro tiempo. Su pulso se aceleró; el colgante de su cuello ardió en respuesta al llamado.
—Gracias —susurró Zaida, sin saber muy bien a quién.
Por primera vez en años no sintió miedo de su don, sino paz. Lo que acababa de sentir le devolvía lo que hacía tanto creía perdido: la certeza de que su don no había sido pura casualidad y de que su vida tenía un sentido. Su habilidad pertenecía a una historia antigua, tejida mucho tiempo antes de que ella misma naciera.
Al separarse de la rosa, la luna parecía sonreírle. Y Zaida, aun con uno de los pétalos entre sus dedos, comprendió que algunos destinos no se descubren… se recuerdan.
Olga Valiente






























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