Sueño con ellos a veces, en especial cuando los veo, lo cual es fácil viviendo en Sardina, a no ser que, como sucedió el pasado 4 de noviembre, se meta una bruma que impida ver la playa desde las ventanas de las casas. Fue un extraño fenómeno nunca ocurrido por estos lares, según los alegatos de la gente del lugar con la que hablé ese día tan señalado.
Del Teide siempre he dicho que parece una gran teta, con pezón y todo, como si una descomunal amazonas fuera nadando de espaldas y mostrara sus senos voluptuosos, uno de ellos que es el que se ve, que se alza en el aire, esplendoroso, radiante, majestuoso, sobre todo cuando se está poniendo el sol y el cielo se llena de colores.
Recuerdo que mi padre, cuando llevaba unas copas de más, se echaba unos buenos tangos, en especial el del legionario que conoció a una tanguista en un cabaré, pero también se picaba con mi madre para cantar puntos cubanos y solía arrancarse con uno que tenía al Teide como protagonista:
En el tranvía del Teide
yo no me quiero montar
porque el sexto mandamiento
manda no fornicular.
He escrito también una gran cantidad de poemas al Farallón, quizás más que al Teide, pues lo veo a diario, cosa que no ocurre con el volcán de Tenerife, al que, no es por presumir ni por fardar, vemos íntegramente desde Sardina. Aquí tienen un ejemplo, un extracto de un poema que le escribí hace tiempo y que ahora he retocado un poco:
Va indicando Farallón,
siempre tan ceremonioso,
que susurran en la noche
las olas, y que él, mimoso,
quiere que salga la luna,
que el cielo esté esplendoroso,
que una estrella forje un broche
dorado, verde aceituna,
que deslumbre más que el sol
con un fulgor ostentoso
y que se empotre volando
en su parduzco armazón.
Así mismo, hace más tiempo aún, escribí un cuento titulado “Mi madre se fue a Marte”, pues la madre de una amiga mía había soñado haber viajado a ese cinematográfico planeta, en el que el Farallón funcionaba como escondite de una nave espacial marciana, porque, en el cuento, era un risco muy particular cuya parte submarina era hueca por dentro, con un túnel que terminaba siendo una sala de operaciones equipada con cientos de aparatos tecnológicos impensables para el ser humano. La nave permitía ver el interior rocoso y negro del Farallón y el fondo marino por debajo.
Teide, surgiendo del mar, en medio de un triángulo formado por risco y pino, erguido entre las nubes, mayestático, excelso,
… y Farallón, con sus raíces también en el mar, en medio de montañas, de las olas y de la espuma de una tormenta, gallardo, arrogante,
… forman parte de la vida de quienes tenemos la suerte de residir aquí. Yo, que nací en Ingenio hace una “porriá” de años y que vivo en Sardina desde 1981, ya me considero más sardinero que cochinero y me extrañaría no ver esos dos portentos cuando voy paseando por la avenida de la playa. Y más aún si me acerco a Botija y me encuentro con el Farallón al lado y, enfrente, al atardecer, con el mar plateado, el Teide alzado en toda su plenitud.
Parecen una pintura,
trazada entre cielo y mar.
Los dos juntos ¡qué figuras!
Con la mirada… ¡a gozar!
Texto: Quico Espino
Fotos: Marcelo González Pérez, Mariola Ojeda León, Ignacio A. Roque Lugo y Quico Espino
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