Tres figuras, un país y un símbolo que aún pesa

Pedro Lorenzo Rodríguez Reyes.

[Img #9373]La relación entre Tarancón, Franco y Juan Carlos I resume un momento crucial de nuestra historia: el tránsito de un país anclado en un régimen autoritario a otro que buscaba convivir desde la pluralidad. De aquella tensión entre el inmovilismo franquista, la audacia reconciliadora del cardenal y la apertura del nuevo rey surgió una España que quiso dejar atrás los viejos dogmas. Por eso resulta tan inquietante comprobar cómo, décadas después, algunos avances parecen hoy puestos en duda, tanto en el ámbito político como en el eclesiástico, especialmente cuando símbolos del pasado como el Valle de los Caídos siguen actuando como una frontera emocional que unos se niegan a cruzar y otros explotan para dividir.

 

Tarancón entendió antes que muchos que la reconciliación no podía construirse sobre monumentos que glorificaran heridas abiertas. Su apuesta por superar la lógica de vencedores y vencidos chocó directamente con la visión de un régimen que necesitaba perpetuar su relato. Su distancia respecto al nacionalcatolicismo fue posible gracias a una Iglesia que, aunque lentamente, empezaba a asumir que su papel no era custodiar la memoria de un bando, sino acompañar moralmente a toda la sociedad. Ese espíritu, que fue capaz de desmarcarse de privilegios históricos, permitió construir espacios comunes en un país marcado por la desconfianza.

 

Hoy, sin embargo, sorprende cómo el Valle de los Caídos sigue funcionando como un símbolo de resistencia al cambio. No solo es un enclave físico, sino un lugar donde convergen discursos que no quieren renunciar a la interpretación de la historia desde una óptica de poder, jerarquía y vencedores. Desde ciertos sectores eclesiásticos se percibe aún un apego a ese espacio, como si desprenderse de su carga simbólica fuera una amenaza en lugar de una oportunidad de reconciliación. Y mientras tanto, la política lo utiliza una y otra vez como arma arrojadiza: unos lo agitan para denunciar un supuesto ataque a las raíces del país, otros lo reivindican para señalar la incomodidad de un pasado que nunca terminó de resolverse del todo. Al final, el monumento se convierte en un escenario de confrontación en lugar de ser un lugar para cerrar heridas.

 

En el terreno político ocurre algo similar. España logró superar la verticalidad franquista gracias a un clima de acuerdos y renuncias mutuas que permitió avanzar sin necesidad de uniformar. Juan Carlos I, con todas las contradicciones que su figura arrastra hoy, actuó entonces como puente entre un régimen que se desmoronaba y una sociedad que pedía libertad. La transición se construyó precisamente porque se evitó que los símbolos del pasado siguieran determinando el futuro. Ese espíritu, sin embargo, parece debilitarse en un tiempo en que el debate público se contamina de desconfianza, agresividad y simplificación.

 

El Valle de los Caídos debería ser, a estas alturas, un lugar para pensar, no para enfrentarse. Pero la incapacidad de algunos sectores de la Iglesia para desprenderse de cierta nostalgia mezcla de identidad, poder y resistencia cultural alimenta una tensión que la política no duda en explotar. La crispación convierte cada intento de resignificarlo en un pretexto para agitar identidades enfrentadas, como si España aún necesitara dividirse para reconocerse. Se vuelve a imponer una dinámica que Tarancón intentó deshacer: la de usar lo sagrado como herramienta de lucha política, la de interpretar la historia desde trincheras inmóviles.

 

La paradoja es evidente: aquello que permitió superar el franquismo la voluntad de convivir, de integrar diferencias y de construir desde el reconocimiento mutuo es lo que hoy parece más frágil. Y símbolos como el Valle de los Caídos, lejos de servir para recordar el pasado, se utilizan para reactivar heridas que muchos pretendieron cerrar desde la generosidad, no desde el olvido. Recuperar el espíritu que guió aquel cambio implica reconocer que la democracia no puede sostenerse mirando atrás con miedo o con nostalgia, sino con la madurez de quien sabe que el futuro solo existe si se eligen caminos comunes.

 

Pedro Lorenzo Rodríguez Reyes

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