Gentes e Historia

Yo también estuve preso

El testimonio revela el peso del silencio y la estigmatización que sufrieron quienes fueron encarcelados por motivos políticos en los últimos años de la dictadura franquista.

Juan Vega Romero Jueves, 20 de Noviembre de 2025 Tiempo de lectura:

Un hombre del sureste de Gran Canaria cuenta por primera vez su encarcelamiento durante el franquismo. Ni siquiera su familia lo sabe.
 
Las palabras cayeron como piedras en mitad de aquella conversación sobre la represión franquista. Mi vecino, que es del sureste de la isla, desvió la mirada hacia algún punto indefinido de la calle. Llevábamos rato charlando, pero algo había cambiado en su expresión. Había cruzado un umbral invisible.
 
—Acababa de cumplir dieciocho años —dijo finalmente—. Fue en el setenta y cuatro.
 
Tiene ahora sesenta y nueve. Lleva medio siglo cargando con una historia que nunca ha contado. Ni siquiera a sus seres queridos más cercanos.
 
—¿Por qué me lo cuentas ahora?
 
Se encogió de hombros, incómodo.
 
—A veces hay que decirlo, ¿no? Aunque sea solo una vez.
 
La manifestación y la huida
 
Franco agonizaba en El Pardo, pero su aparato represivo conservaba intacta toda su brutalidad. Los últimos años del régimen fueron, paradójicamente, de una intensificación terrorífica de la violencia estatal. 
 
En el sureste de Gran Canaria, cuatro o cinco muchachos se reunían discretamente. No tenían nombre como grupo, no respondían a ninguna organización formal. Simplemente eran amigos que compartían un sueño: la libertad.
 
—Éramos solo unos amigos, me dice. Queríamos que las cosas cambiaran, que hubiera libertades. Que todo aquello se acabara.
 
Aquel día fueron al Puerto en Las Palmas de Gran Canaria, a una manifestación antifranquista. La Guardia Civil cayó sobre ellos con violencia. Él corrió por las calles hasta llegar al Parque San Telmo. Vio un camión que iba hacia el sur y se metió en la parte trasera. Cuando paró en Vargas, bajó y caminó hasta su casa.
 
Debió sentir que lo había conseguido. Pero no fue así.
 
—Un compañero que detuvieron... después de recibir palizas, dijo quiénes éramos el resto. Vinieron a buscarme a mi casa.
 
No culpa al compañero. Sabe lo que significa hablar bajo tortura.
 
El Negrito y el periplo carcelario
 
El cuartel del Negrito, la comisaría de la Policía Nacional en Las Palmas, tristemente célebre por lo que ocurría entre sus muros. Le pregunto qué pasó allí. Niega con la cabeza.
 
—No puedo hablar de eso.
 
Cincuenta años después, hay puertas que no puede abrir ni siquiera con palabras.
 
Lo que vino después fue kafkiano: barco a la península, prisión en Cádiz, traslado a Jerez, finalmente Carabanchel en Madrid. Cada movimiento era un nuevo desarraigo.
 
—Estuve más de dos años en prisión preventiva. Más de dos años esperando que me juzgaran. Sin condena, sin nada. Solo encerrado.
 
 Me mira fijamente: —Cuando finalmente me juzgaron, me condenaron. Pero como el tiempo que tenía que cumplir ya lo había estado de preventivo, me pusieron en libertad.
 
La perversión del sistema era perfecta: te encierran sin condena durante años, luego te juzgan formalmente, te condenan por el tiempo ya cumplido y te liberan.
 
—¿La acusación?
 
—Miembro de un grupo terrorista, se ríe con amargura. Terrorista. Yo, que lo único que había hecho era ir a una manifestación. Ni siquiera pertenecía a ningún grupo organizado. Éramos cuatro o cinco amigos que queríamos que las cosas cambiaran.
 
Las visitas humillantes
 
Hay un recuerdo que le duele de manera especial.
 
—Cuando estaba preso, venían a verme vecinos de mi pueblo. Policías nacionales del municipio. Me miraban con altanería. De forma chulesca, ¿sabes? Por encima del hombro. Como diciéndome: "Mira dónde has acabado".
 
Su voz se endurece al recordarlo.
 
—No venían por preocupación. Venían a regodearse. A recordarme que ellos estaban del lado del poder y yo del lado de los vencidos. Otra vez.
 
Era una humillación añadida: no solo estaba preso, lejos de su familia. Además, los propios vecinos venían a recordarle su derrota.
 
—Eso también se te queda dentro. Saber que cuando vuelvas a tu pueblo, esa gente seguirá ahí. Y tú recordarás cómo te miraron.
 
El servicio militar: la persecución continúa
 
Cuando regresó a casa en 1976, Franco ya había muerto, aunque él todavía estaba preso cuando ocurrió. Tenía poco más de veinte años y había envejecido décadas.
 
—Estaban destrozados. Mi madre sobre todo. Pero nadie hacía preguntas. Nadie quería saber. Era mejor no hablar. Había que pasar página.
 
Pero la historia no terminó. Años después le tocó el servicio militar. Lo destinaron a la península y lo trasladaron a un lugar donde estaba prácticamente solo.
 
—No fue casualidad. Sabían quién era. Tenían mi expediente. Decidieron que no podía estar con el resto de los soldados. Me aislaron.
 
Mientras los demás reclutas compartían barracones y camaradería, a él lo destinaron a un puesto remoto donde pasó meses en soledad forzada.
 
—Después de más de dos años en prisión, me vuelven a aislar quince o dieciocho meses más. Era como si nunca fuera a terminar. Como si me hubieran marcado para siempre.
 
Y lo habían marcado.
 
El silencio
 
Lo más estremecedor no es solo lo que cuenta, sino lo que no ha contado.
 
—¿Tu familia lo sabe?
 
Niega con la cabeza.
 
—Nunca se lo he contado. Nunca ha salido el tema.
 
¿Cómo puede no salir el tema de que estuvo más de dos años preso por luchar contra una dictadura? La respuesta está en la profundidad del trauma, en la eficacia terrible de la represión franquista, que no solo castigaba el cuerpo sino que mutilaba la capacidad de hablar.
 
—No sé. Supongo que... ¿para qué? ¿Para qué remover todo eso? Ya pasó. Para qué cargar a los míos con esa historia.
 
Pero el silencio también es una carga. Quizá peor que la verdad.
 
—¿Te arrepientes de haber ido a aquella manifestación?
 
Me mira sorprendido.
 
—No. Nunca. Hicimos lo que había que hacer. Lo que me arrepiento es de no haberlo contado antes. De haber dejado que me silenciaran incluso después de muerto Franco.
 
Es la primera vez que su voz suena firme.
 
—El miedo se te mete dentro. Y aunque la dictadura desaparezca, el miedo sigue ahí. Te lo llevas contigo. Y se lo transmites a los tuyos sin decirles nada, solo con tu silencio.
 
La memoria que no puede morir
 
Este hombre no es un caso aislado. Miles de familias españolas cargan con secretos similares: padres y abuelos que nunca hablaron de su paso por las cárceles franquistas, de las torturas sufridas, de los años robados. A menudo, estos secretos se llevan a la tumba.
 
La transición española se construyó sobre un consenso de "no remover el pasado". Este pacto condenó a miles de víctimas a guardar para sí experiencias que merecían ser reconocidas, honradas y reparadas.
 
Los psicólogos que trabajan con trauma intergeneracional saben que el silencio no protege. Al contrario: aquello que no se dice se transmite de maneras más oscuras. Se convierte en ansiedad difusa, en miedos inexplicables.
 
—A veces me preguntan por qué soy como soy. Por qué me pongo tenso con ciertas cosas. Y yo... no sé qué decirles.
 
Cuando terminamos de hablar, se queda un rato en silencio, mirando hacia ese punto indefinido del horizonte. Ha compartido en una tarde lo que llevaba cincuenta años callando.
 
—¿Sabes qué es lo peor? Que cuando salí de la cárcel, cuando volví aquí, nadie me preguntó qué había pasado. Nadie quería saber. Era como si hubiera estado dos años de vacaciones. Como si aquello no hubiera existido.
 
Hace una pausa.
 
—Y al final acabas creyéndotelo. Guardas todo en un rincón de tu cabeza y sigues adelante. Te casas, tienes familia, trabajas, vives. Y ese rincón se va haciendo cada vez más pequeño, más oscuro. Hasta que casi te olvidas de que está ahí.
 
—¿Casi?
 
Sonríe con tristeza.
 
—Casi. Pero nunca del todo. Nunca del todo.
 
Aquel joven de dieciocho años que fue a una manifestación, que logró huir pero fue detenido días después porque un compañero torturado reveló su nombre, que pasó por el horror del cuartel del Negrito, que esperó más de dos años en prisión preventiva sin condena, que fue visitado por vecinos policías que lo miraban con altanería, que fue finalmente juzgado y condenado por un tiempo ya cumplido, que años después fue deliberadamente aislado durante el servicio militar... ese joven es hoy un hombre de sesenta y nueve años que lleva medio siglo cargando en silencio con esa experiencia.
 
No se la ha contado a su familia.
 
Su historia no es excepcional; es representativa de miles de historias similares que permanecen ocultas. Y precisamente por eso debe ser contada. Porque una sociedad que permite que sus víctimas mueran en silencio es una sociedad que no ha hecho las paces con su historia. Porque el trauma histórico no se cura con el paso del tiempo si no hay reconocimiento, si no hay escucha, si no hay justicia.
 
Quizá sea hora de que, como sociedad, le digamos a este hombre que puede soltar ese peso. Que no tiene de qué avergonzarse. Que fue él la víctima, no el culpable. Y que su familia tiene derecho a conocer la verdadera historia: la historia de un joven valiente que se enfrentó a una dictadura y pagó por ello un precio que nunca debió pagar.
 
Quizá este hombre, después de cincuenta años, encuentre finalmente las palabras. Quizá se siente con los suyos y les diga: "Tengo algo que contaros".
 
Porque algunas historias no pueden morir con nosotros.
 
Porque la memoria es un deber.
 
Y porque el silencio, por largo que sea, siempre puede romperse.
 
El protagonista, que hoy tiene sesenta y nueve años, ha decidido compartir su historia públicamente por primera vez. Se ha preservado su anonimato a petición suya, por respeto a su privacidad y a la de sus seres queridos.
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