Microrrelatos. El chico que susurraba a las olas

Un joven enigmático, marcado por la pérdida, se convierte en leyenda junto al mar mientras el pueblo intenta descifrar su silencio y su vínculo con las olas.

Olga Valiente Miércoles, 19 de Noviembre de 2025 Tiempo de lectura:

Nadie sabía de dónde había salido. Nunca nadie lo había visto hasta aquel día en el muelle. De pie, con la mirada clavada en un punto en el horizonte, atento a algo que sólo él parecía ver y escuchar. Tenía el cuerpo de quien lleva soportando una carga que no era suya desde hacía mucho tiempo, y una expresión de no pertenecer a este mundo y guardar más silencios que palabras.

 

No hablaba. No pedía ayuda. No esperaba por nadie. Sólo observaba el mar, el horizonte y las olas estrellándose contra las rocas. Y cuando lo hacían las miraba con devoción, como si entendiera lo que decían.

 

Algunos lo llamaban “el loco”; otros decían que estaba enfermo. Pero fue Paco, el pescador, quien dijo lo único que tenía sentido:

 

—Seguro que el pobre muchacho perdió algo ahí dentro —dijo señalando al océano—. Y está esperando a que se lo devuelva.

 

Con los días, los más curiosos del pueblo comenzaron a acercarse a él y, cuando lo hacían, notaban gestos extraños. Decían que a veces lo escuchaban hablar bajito, con los ojos cerrados y las manos en el pecho; otras veces, parecía que eran las propias olas quienes le hablaban.

 

Una noche, Paco escuchó un lamento que parecía proceder del muelle. Al acercarse lo vio allí, de pie, con el pelo encrespado, los pies entumecidos y los puños apretados, como si estuviera enfadado.

 

—¿Qué te pasa? —preguntó— Dime si puedo ayudarte en algo.

 

Él apenas lo miró. Su rostro, iluminado por la luna, tenía la belleza trágica de quienes están a punto de desaparecer para nunca más volver.

 

—Solo quiero que vuelvan —respondió.

 

—¿Quiénes? —insistió Paco.

 

—Las olas.

 

Al día siguiente Paco salió a faenar y él ya no estaba. No dejó huellas. Tampoco avisó a nadie. Tal y como vino, se fue. El único rastro que quedó en el muelle fue la marca de sal que dejan las olas al estrellarse contra las rocas.

 

Desde entonces, siempre que sube la marea, los vecinos dicen volver a verlo en el mismo punto en el que solía estar. No como hombre, sino como un reflejo de lo que un día fue. Una historia que nunca quiere ser olvidada.

 

Olga Valiente

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