La arrogancia que humilla y la indiferencia que duele: dos caras de un mismo problema social

Pedro Lorenzo Rodríguez Reyes.

[Img #9373]Recientemente se hizo viral un episodio que revela, una vez más, una realidad incómoda: la normalización del desprecio. Un joven, grabado en vídeo, se dirige a otro con actitud prepotente, proclamando “yo soy el puto amo” mientras lo denigra verbalmente. No es un caso aislado. Es un síntoma. Un recordatorio de cómo ciertos comportamientos, aparentemente triviales, llevan detrás una estructura de poder, burla y humillación que, en última instancia, constituye bullying.

 

La escena no indigna solo por las palabras, sino por la puesta en escena: la seguridad con la que un individuo se siente autorizado a pisotear la dignidad de otro, como si fuese un espectáculo, como si la humillación pública fuese un entretenimiento más para redes sociales. Se confunde la valentía con el abuso, la personalidad con la soberbia, la popularidad con la crueldad. Y lo preocupante no es solo el agresor, sino los espectadores silenciosos que validan el gesto.

 

Esta cultura de la superioridad, del “soy el amo” y “tú no vales nada”, no solo genera víctimas directas: erosiona la convivencia, fomenta el miedo, y alimenta una sociedad donde el respeto se convierte en una rareza.

 

Pero mientras algunos se creen “amos” por humillar a otros, existen realidades mucho más graves que pasan desapercibidas bajo el mismo techo. Basta caminar por el aeropuerto de Gran Canaria, de Gando a altas horas de la noche para ver a personas durmiendo entre bancos, maletas y suelos fríos. No son residentes ni turistas despistados: son personas sin hogar, o trabajadores sin recursos suficientes para costear un alquiler, refugiados en un espacio que nunca estuvo pensado para ellos.

 

Ahí está la otra cara de nuestra sociedad: la del abandono silencioso.

 

Mientras unos se proclaman “dueños” de todo, otros no tienen ni un rincón seguro para descansar. Canarias, como tantas otras regiones, es testigo de una creciente crisis habitacional y de desigualdad. Y, sin embargo, el foco mediático suele posarse más en la polémica viral que en el drama cotidiano. Nos escandaliza un insulto con razón, pero pasamos de largo ante la injusticia estructural que arroja a seres humanos a dormir en un aeropuerto.

 

Ambos fenómenos la arrogancia del bully y la indiferencia hacia los vulnerables nacen de una misma raíz: la erosión de la empatía.

 

Un insulto grabado es evidente; la falta de techo, aunque más trágica, suele ser invisible.

 

Uno genera likes; el otro, incomodidad.Uno se comparte; el otro, se calla.

 

Quizá sea hora de preguntarnos qué tipo de sociedad queremos ser.

 

¿La que premia al que se siente “amo” a costa de otros?

 

¿O la que mira de frente, sin excusas, las desigualdades que duelen y actúa para corregirlas?

 

Recuperar la empatía no es una tarea menor. Implica educar en el respeto, en la responsabilidad, en la conciencia social. Implica llamar al bullying por su nombre y detenerlo desde la raíz. Implica también exigir políticas que garanticen vivienda digna, apoyo a los más vulnerables y espacios donde nadie tenga que recurrir a la calle, o un aeropuerto para pasar la noche.

 

La sociedad no debería medir su fortaleza por la soberbia de unos pocos, sino por la capacidad de proteger a quienes más lo necesitan.

 

Pedro L. Rodríguez Reyes.

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