Microrrelatos. La puerta del fondo

Un recorrido inquietante por los pasillos de una casa marcada por leyendas y puertas que parecen no tener fin.

Olga Valiente Miércoles, 12 de Noviembre de 2025 Tiempo de lectura:

En el pueblo solían contar historias de misterio sobre las casas de la zona para atraer a los turistas y, como era de esperar, la casa que yo me compré era una de ellas.

 

Decían que la casa número 17 de la calle peatonal respiraba por las noches y que se escuchaba en todas las demás viviendas de la zona. No se oía un ruido normal, de los que crea el viento cuando pasa entre rendijas o agujeros, sino algo que, con un poco de imaginación, interpretaron como suspiros.

 

Yo la veía cada día al pasar del trabajo: fachada desgastada, vigas torcidas, una enredadera seca atravesando la verja. Pero lo que más me intrigaba era la puerta del fondo. Era verde y siempre estaba entreabierta. Siempre en el mismo lugar.

 

Por eso decidí convertirla en mi hogar.

 

Aquella tarde de octubre, justo cuando después de que me entregasen la llave, el cielo se volvió del color del té y el viento comenzó a soplar fuerte, trayendo con él un olor a tierra mojada que anunciaba lluvia y tormenta.

 

Era el momento perfecto para dejar a un lado el sentido común y dejarme llevar por la curiosidad.

 

Decidida, crucé la verja.

 

Dentro olía a polvo y a humedad, pero también a pan tostado, como si alguien acabara de desayunar hacía tan solo un rato. Caminé por el pasillo y atravesé el salón hasta llegar a la puerta del fondo.

 

De cerca asustaba: tenía la pintura envejecida y desconchada, el pomo estaba completamente oxidado y al tacto estaba congelado. Tanto que temblé de frío al tocarlo.

 

Entré despacio después de darle unos cuantos empujones para abrirla. Al otro lado no había ningún cuarto, sino un pasillo idéntico al que acababa de recorrer antes de entrar en el salón.

 

Y al fondo, otra puerta igual a esta, y también entreabierta.

 

Presa del pánico me di la vuelta para salir, pero la entrada había desaparecido. Solo quedaba la misma puerta —ahora detrás de mí—, esperando.

 

Avancé de nuevo, restregándome los ojos y pensando que la mente me estaba jugando una mala pasada. Todos sabemos que, si mezclamos la penumbra, el misterio y el miedo, montamos rápido un thriller. Pero al abrir la nueva puerta y ver que detrás había otro pasillo exactamente igual, con la misma puerta al fondo, sentí desmayarme.

 

Lo que decían en el pueblo sobre la casa era cierto: respiraba. Y yo podía sentirlo en la piel, en el aire que se respiraba, en la calidez que se convertía en frialdad en cuestión de segundos, en la fuerza que ejercía sobre mi mente para tratar de controlarme.

 

Antes de perder las fuerzas, volví a armarme de valor, miré atrás una vez más y… me vi.

 

Allí, en el umbral, de pie, mirándome con la misma expresión con la que yo miraba a la propia casa cada mañana.

 

Y, de repente, la puerta del fondo se cerró sola.

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