
Traspasó con cierto temor la puerta que la conducía a una especie de cocina apenas confeccionada con una encimera de cemento donde un hueco amplio hacía las veces de fregadero y otras, de pileta.
–No hables ni la mires si ella no se dirige a ti específicamente –le advirtió su madre con suma gravedad.
Se resistió durante meses a acudir a la santera. Ella era una mujer de estudios. Había ido a la universidad. ¡Por favor, era una licenciada! ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué podría ofrecerle una vieja maga que no pudiera ofrecerle la ciencia?
–Una solución para ese vientre estéril, eso es lo que hará por ti –afirmó su madre cuando acudió llorando a su casa. El cuarto intento de fecundación in vitro también había resultado negativo. Su cuerpo no aguantaría más ensayos frustrados de maternidad.
–Tú encárgate del vino. Eso sí, compra el mejor. El resto, déjamelo a mí –le indicó su madre.
–¿Será bueno, verdad? –cuestionó la mujer mirando la botella de vino. Lucía una melena blanca que caía libre sobre los hombros y vestía un traje de colores brillantes. A pesar de superar los setenta, le pareció hermosa. Muy lejos de la imagen que tenía de las antiguas santeras.
–Túmbate sobre la mesa y levántate el vestido hasta la barriga –le ordenó sin apenas dirigirle la mirada –y pase lo que pase, no te muevas.
La maga tomó un recipiente de arcilla de forma triangular y lo colmó con el vino. Luego, cogió un ramo de menta, jengibre, té de naranja y tomillo y lo introdujo en su interior. Con las hojas bien empapadas en el fermento de la vid, inició un cántico que apenas pudo descifrar mientras recorría con ellas la parte baja de su abdomen. Poco a poco fue cayendo en una especie de trance del que se despertó cuando la mujer vertió el vino sobre su barriga y el caldo descendió tibio por la parte interior de sus muslos, empapando su sexo.
–Se llama Amada, como usted –le dijo con una sonrisa. Habían transcurrido algo más de quince meses desde que la visitara con la botella de vino. La santera miró a la niña con ternura. Una vez más la alquimia del vino regalaba al mundo sus bellos frutos.
Josefa Molina































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