Torres más grandes han caído

Esteban G. Santana Cabrera

[Img #5326]Javier Sádaba, catedrático, profesor universitario y experto en bioética define la ética como “El saber combinar los placeres con las obligaciones y compartirlo con los demás. Las obligaciones nos dicen lo que tenemos que hacer a los otros. Son los deberes. Y también lo que deberíamos hacer».
 
La ética profesional es el cimiento sobre el cual debería sostenerse cualquier oficio o vocación. Sin embargo, en una sociedad cada vez más marcada por el “todo vale”, ese principio parece pasar a un segundo plano. Estamos viviendo una época en la que asistimos con frecuencia a comportamientos que, aunque “políticamente correctos” o incluso “legalmente justificados”, resultan moralmente reprobables. La pregunta que me viene a la mente es inevitable: ¿qué significa hacer lo correcto? ¿Seguir lo que la norma permite o actuar conforme a la conciencia y los valores universales del bien y la justicia?
 
La profesión sanitaria se basa en el principio hipocrático de “no hacer daño”. La ética médica exige actuar siempre en beneficio del paciente, anteponiendo la salud y la dignidad humana a cualquier interés económico o institucional. Sin embargo, cuando los intereses de las farmacéuticas, las presiones políticas o las limitaciones del sistema condicionan sus decisiones, esa ética se pone a prueba. Un médico éticamente comprometido no se limita a cumplir protocolos: se pregunta por el bien del otro, aunque eso implique ir contra la burocracia o la sociedad de la época.
 
Los empleados públicos, por su parte, son servidores públicos. Su trabajo debería ser ejemplo de transparencia, imparcialidad y servicio. No obstante, a menudo vemos cómo se anteponen los intereses personales o partidistas a las necesidades de los ciudadanos. Incluso hemos visto cómo políticos que “fuerzan” a funcionarios a que actúen de manera incorrecta. El funcionario ético es aquel que entiende que cada papel, cada decisión administrativa, tiene que ir encaminada al bien común. Ser ético, en este caso, es ser justo incluso cuando nadie lo ve.
 
Los enseñantes abanderamos otra dimensión de la ética: la de formar personas. Educar no es solo transmitir conocimientos, sino cultivar valores, pensamiento crítico y sentido de responsabilidad. Un docente ético no manipula ni adoctrina; acompaña, inspira, da ejemplo y herramientas para que su alumnado tenga pensamiento crítico. La educación ha estado sometida al poder político y se transforma en leyes muchas veces ideológicas y presiones externas. Mantenerse al margen de la ideología política, se convierte en un acto de resistencia.
 
Finalmente, los políticos, que deberían ser los primeros en dar ejemplo de ética pública, parecen con frecuencia olvidar su función esencial: servir al pueblo. En las últimas semanas hemos visto casos de políticos, fiscales y empresarios que justifican sus acciones, incluso aquellas que rozan lo indecente, argumentando que “hacían lo correcto”. Pero confundir lo legal con lo moral es una trampa peligrosa. No todo lo que la ley permite es éticamente aceptable. La ética exige un compromiso más profundo: actuar conforme a la verdad, la justicia y la dignidad humana, aunque eso suponga perder poder o privilegios.
 
Porque, al final, no todo vale. No todo se puede permitir en nombre del éxito, de la conveniencia o de mantener el poder. Ser ético implica asumir que la integridad no se negocia, que la conciencia no se compra y que el verdadero progreso no se mide en beneficios ni votos, sino en la capacidad de actuar con rectitud incluso cuando hacerlo no nos da ventajas. Pero desgraciadamente, la ética, en cualquier profesión, sigue siendo el último refugio de la decencia.
 
Concluyo con una frase del filósofo y escritor Fernando Savater: «Después de tantos años estudiando la ética he llegado a la conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir».
 

Esteban Gabriel Santana Cabrera 

Maestro de Primaria 

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