Al calor de la cocina, sentada en su habitual silla de enea y rodeada de su extensa familia, la anciana relata anécdotas de sus difuntos. Es la noche de Finaos y, como es tradición, todos se agrupan en torno a ella: hijos, nueras, nietos... Hay infinidad de lamparillas encendidas en los anaqueles, tantas como difuntos recuerda la abuela. En el tostador de barro, puesto sobre el hornillo, crepitan las castañas mientras una mujer joven no cesa de remover con el meneador, tarareando una cancioncilla. Ella piensa en la misa de difuntos de aquella tarde cuando se encontró con aquel que le quita el sueño y le dijo algo al oído que se le aceleró el corazón.
Los hombres, aparte, escuchan la salmodia de la vieja mientras afinan timples y guitarras, pronto saldrán con el Rancho de Ánimas por las calles del pueblo. Sobre la mesa de la cocina, nueces, almendras, manzanas, queso y buen pan con chorizo, que la familia va degustando mientras se acompañan con vino dulce y anisado. Los hombres, que ya llevan media botella de ron entre pecho y espalda, van poniéndose la recia chaqueta de estameña y el cachorro bien metido hasta las cejas; le piden la bendición a la abuela y trasponen, no sin antes, uno de ellos, deslizar en el bolsillo la botella con lo que queda de ron, pues la noche está fría y el camino hasta el pueblo es algo lejos.
Allí quedaron las mujeres en la casa, bien calentitas al abrigo de la lumbre, yendo de las viandas al vino dulce. Los chiquillos, medio dormidos, siguen comiendo castañas, luciendo sus caritas tiznadas y ojos adormilados.
Se empieza a rezar el tercer rosario de la noche y ya es un tenue murmullo y un manifiesto bostezo de las mujeres cansadas y soñolientas, preguntando a la abuela si se quiere ir a la cama, pero es inútil, la vieja les sale con otro cuento, mil veces repetido año tras año, de cuando su Juan, muerto hace cincuenta años, que Dios lo tenga en la gloria, la pidió en matrimonio antes de irse a la guerra y, por si no regresara, ella reclamase la pensión de viuda.
Así toda la noche. Las hijas se llevan los chiquillos en brazos para acostarlos. Ya solo quedan dos sufridas nueras junto a la abuela que disimulan el sueño, insistiendo en que se tome otro buchito de vino a ver si le entran las ganas de dormir. Las lamparillas siguen emitiendo esa tenue luz que le da un aspecto casi siniestro a las fotos de los difuntos colocadas a su alrededor. Fuera, en la noche oscura, luces de faroles transitan por los caminos de vuelta de la misa de difuntos y, más arriba, en la loma, el cementerio repleto de flores, arropa el silencio de los muertos.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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