Todo
Hay historias que justifican una vida entera. Esta es una de ellas. Ocurrió hace años, cuando un amigo —al que siento como un hermano— me contó algo que hoy vuelve a mí como regresan ciertas músicas u olores: sin avisar, con un peso que no supe reconocer al principio. Sucedió que una compañera suya de la Escuela Oficial de Idiomas había entrado en clase con un libro bajo el brazo. Era “Días de paso”, mi primera novela. Cuando mi amigo lo reconoció, la mujer —médica en una unidad de Cuidados Paliativos— le contó que uno de sus pacientes, en fase terminal, lo estaba leyendo. Aquel hombre le había confesado que el libro le transmitía paz. Mucha paz. Pocos días después, la médica tuvo que viajar a África. Cuando regresó, el paciente había muerto.
Me conmovió profundamente conocer esa historia que, con todas sus capas —mi amigo, la médica, el lector que se apagaba—, tiene algo de circular, de perfecto. Algo que trasciende lo literario y toca lo esencialmente humano.
Que “Días de paso” diera serenidad a alguien que se enfrentaba a su fin dice mucho de lo que logré sin saberlo. Solo por esa historia valió la pena escribir el libro. Fue la prueba de que todo el trabajo de investigación, escritura y búsqueda de sentido no fue en vano. Porque hay cosas que justifican todo lo demás. Sin pretenderlo, creé con palabras un espacio donde un lector, dos siglos después de los hechos narrados, encontró consuelo. Y eso no es poco. Es quizá lo más grande que puede hacer la literatura: acompañarnos, recordarnos que no estamos solos, que otros antes que nosotros enfermaron, sufrieron, dudaron… y, aun así, siguieron mirando el mundo con asombro. Que la vida, incluso breve o interrumpida, puede rozar la eternidad cuando se vive con atención y benevolencia.
Me habría gustado hablar con ese paciente. Con ese lector. Preguntarle qué pasaje le conmovió, por qué, o si descubrió en el libro algo que yo mismo ignoraba haber escrito. Los lectores siempre encuentran significados que el autor no prevé. Cada lectura es una versión distinta de la obra: la suya, la mía, la de otros. Me habría gustado escucharle con todo el cuerpo, como si sus palabras fueran lluvia y yo la tierra sedienta. Pero esa conversación quedó suspendida para siempre en el misterio. Quizá también en eso resida su belleza. Escribí algo que consoló a un desconocido que nunca conoceré. Un acto de generosidad sin reciprocidad posible. Como plantar un árbol cuya sombra nunca disfrutarás: hundes la pequeña plántula en la tierra, la riegas sabiendo que sus ramas tardarán décadas en desplegarse; y décadas después alguien, sin saber tu nombre, descansará bajo su copa y hallará el mismo refugio que tú soñaste.
Hoy pienso que esa conversación, en cierto modo, sí ocurrió. Tuvo lugar entre las páginas del libro, en ese espacio silencioso donde las palabras de uno alcanzan el corazón de otro sin que jamás se miren a los ojos. Y ocurrió como suceden las cosas importantes: sin testigos, sin estruendo, como la niebla que se posa en el fondo del valle y envuelve el paisaje sin hacer ruido.
Y quizá eso sea suficiente. Quizá eso sea todo.
Javier Estévez
































Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.3