Ficha oficial de José Cabrera Vera en el Registro de Víctimas del Franquismo del Gobierno de Canarias. Lugar de enterramiento: "¿Los pozos de Arucas?" Identificado: No. Exhumado: No. La interrogación lleva 89 años sin respuesta. Fuente: Gobierno de Canarias.
Tenía 28 años, manos callosas y una esposa que nunca dejó de esperarlo. Ochenta y nueve años después, José Cabrera Vera sigue en el fondo de un pozo de Arucas.
El pozo tiene dieciocho metros de profundidad. Hace ochenta y nueve años que nadie baja a limpiarlo. Hace ochenta y nueve años que José Cabrera Vera espera en el fondo.
Carmen Santana Afonso aprendió a dormir con los ojos abiertos la noche que se llevaron a José. Debían ser las tres de la madrugada cuando sonaron los golpes. No el tipo de golpes de quien llama educadamente. El tipo de golpes de quien ya ha decidido entrar con o sin permiso.
—¿José Cabrera? –preguntó una voz al otro lado.
José ya estaba levantado. Había reconocido el sonido. En El Cerrillo, todos habían aprendido a reconocerlo en las últimas semanas. Era el sonido de las botas militares sobre el empedrado. El sonido que precedía a las desapariciones.
—Soy yo –respondió, mientras buscaba los pantalones en la oscuridad.
—Tienes que venir con nosotros. Solo será un momento. Unas preguntas.
Carmen se aferró a su brazo. José sintió cómo le clavaba las uñas a través de la camisa. No se volvió a mirarla. Si la miraba, no podría mantener la compostura.
—Tranquila –mintió–. Volveré para el desayuno.
Esas fueron las últimas palabras que Carmen escuchó de su marido. "Volveré para el desayuno." Como si pudiera prometer algo. Como si las promesas significaran algo esa noche.
José Cabrera Vera tenía 28 años y las manos destruidas por la azada. Jornalero en una isla donde la tierra lo era todo y no era nada si no eras su dueño. Nacido en Ingenio, vivía en El Cerrillo, ese puñado de casas blancas donde todos conocían a todos, donde los secretos duraban lo que tardaba en pasar el guarda.
Pero hay un secreto que El Cerrillo nunca reveló: ¿dónde acabaron los huesos de José?
Tres semanas antes, en un bar de Arucas, alguien había comentado en voz baja los acontecimientos de Asturias. José no dijo nada. Nunca decía mucho. Pero escuchaba. Y pensar no era delito. Todavía.
Un hombre con sombrero en la esquina tomaba nota mental de quiénes estaban allí. De quiénes asentían. De quiénes no salían corriendo cuando se hablaba de la República. Ese hombre escribiría los nombres esa misma noche.
Los documentos hablan con la brutalidad de lo burocrático. Causa de detención: "Imputación incidentes de Arucas". Como si "incidentes" fuera la palabra apropiada para nombrar el terror. Como si "imputación" requiriera pruebas, testigos, un juicio. No los hubo.
La ficha oficial de José Cabrera Vera en el Registro de Víctimas del Franquismo del Gobierno de Canarias existe. Ahí están todos los datos: nombre completo, edad, profesión, lugar de residencia, incluso el nombre de Carmen Santana Afonso como su esposa. Hay un apartado que dice "Lugar de enterramiento". La respuesta: "¿Los pozos de Arucas?" Con interrogación. Ochenta y nueve años después de su desaparición, el Estado que tiene su nombre, su edad, su profesión y hasta la causa burocrática de su detención, no sabe dónde está su cuerpo. O peor aún: lo sabe, pero la interrogación es más barata que la excavadora.
José simplemente dejó de existir administrativamente, tragado por esa máquina trituradora de vidas que fue la represión franquista en Canarias. La Gran Canaria de 1936 cayó sin resistencia significativa en manos de los sublevados los días 18 y 19 de julio. No hubo frentes de batalla, no hubo heroicidades cinematográficas. Hubo algo más silencioso y más letal: una cacería sistemática, metódica, implacable.
Los militares llegaron con listas. Nombres y apellidos escritos a máquina. Direcciones exactas. Profesiones anotadas. Jornalero. Esa palabra ya era una sentencia.
El camión se detuvo cerca del barranco. José calculó que habían conducido unos veinte minutos desde El Cerrillo. Reconoció la zona: los pozos viejos de riego, abandonados desde que construyeron los nuevos.
—Bajad –ordenó el cabo.
Eran siete hombres además de José. Reconoció a tres: el zapatero de Arucas, el maestro de escuela, el hijo del herrero. Ninguno se miraba a los ojos.
—De rodillas.
José sintió la tierra húmeda en las rodillas. Tierra que había trabajado mil veces. Tierra que le debía su pan. Tierra que ahora lo recibiría para siempre.
Pensó en Carmen. En que no le había dicho que la quería. En que nunca le había dicho muchas cosas.
El disparo llegó antes que el pensamiento completo.
La tierra que mata de hambre
En Arucas, donde el ron se destilaba en alambiques centenarios y las plataneras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, los grandes propietarios de tierras, como clase social, llevaban décadas viendo con inquietud el despertar organizativo de los jornaleros. Algunos hablaban de sindicatos. Otros, de redistribución de tierras.
La República había traído ideas que alteraban el orden: que trabajar no tenía por qué significar pasar hambre, que la dignidad no era patrimonio exclusivo de quien tenía escrituras.
José Cabrera probablemente nunca leyó a Marx. Quizá ni siquiera sabía leer bien. Pero entendía perfectamente que algo fallaba cuando él reventaba el espinazo diez horas diarias y comía peor que las bestias del patrón.
Ese entendimiento bastó para que alguien escribiera su nombre en una lista.
Carmen esperó tres días antes de atreverse a preguntar. Se acercó al cuartelillo con la cabeza gacha, las manos retorciéndose en el delantal.
—Vengo a preguntar por mi marido, José Cabrera.
El guardia ni siquiera levantó la vista del periódico.
—Aquí no hay ningún detenido con ese nombre.
—Pero se lo llevaron hace tres noches. Dijeron que solo era para unas preguntas.
—Señora, si no está detenido aquí, no sé qué decirle. A lo mejor se fue por ahí. Ya sabe cómo son algunos hombres.
Carmen sintió cómo la rabia le subía por la garganta. Pero tragó. Siempre había que tragar.
—Mi marido no es de ésos.
—Pues entonces seguro que aparece.
No apareció.
Los pozos que no hablan
Los pozos de Arucas son profundos. Pozos de agua excavados en roca volcánica para regar los cultivos que enriquecían a unos pocos. Pozos oscuros donde el eco tarda segundos en regresar. Pozos perfectos para que desaparezcan hombres.
No hay estadísticas oficiales sobre cuántos cuerpos fueron arrojados a esos pozos en el verano y otoño de 1936. Los testimonios orales recogidos por las asociaciones de memoria histórica hablan de decenas, quizá cientos. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Gran Canaria ha identificado al menos seis pozos en la zona donde podrían yacer restos humanos.
Y ahí siguen. En la ficha oficial de José figura: "Desaparecido: Sí. Identificado: No. Exhumado: No." Tres noes burocráticos que resumen ochenta y nueve años de abandono. Porque la democracia española decidió que algunos muertos podían esperar.
España destina actualmente 3,8 millones de euros anuales a la localización, exhumación e identificación de víctimas del franquismo. Es una cifra que requiere contexto: existen más de 114.000 desaparecidos repartidos en aproximadamente 2.600 fosas comunes a lo largo de todo el territorio nacional. El cálculo es simple y brutal: 33 euros por víctima.
Una exhumación media cuesta entre 50.000 y 150.000 euros, dependiendo de la complejidad del terreno, el número de cuerpos y la necesidad de análisis forenses. Con el presupuesto actual, España puede permitirse abrir entre 25 y 75 fosas al año. A ese ritmo, la recuperación de todos los desaparecidos se completaría aproximadamente en 2060.
Las asociaciones de memoria histórica sobreviven con voluntariado, donaciones privadas y profesionales que trabajan sin cobrar. Son arqueólogos que excavan los fines de semana. Antropólogos forenses que analizan restos sin apenas equipamiento. Abogados que litigan pro bono contra administraciones que dilatan los permisos durante años.
Entre ayuntamientos, comunidades autónomas y gobierno central, la responsabilidad se diluye en un ping-pong administrativo donde nadie asume la urgencia. "Es competencia del Estado." "Es competencia autonómica." "Es competencia municipal." Mientras tanto, los cuerpos siguen bajo tierra.
España es el segundo país del mundo con más desaparecidos no localizados, solo superada por Camboya tras el genocidio de los Jemeres Rojos. La comparación con uno de los regímenes más sanguinarios del siglo XX debería resultar insoportable para una democracia consolidada.
Carmen quedó atrapada en ese limbo español tan particular: viuda de vivo, casada con un fantasma. No pudo rehacer su vida porque legalmente seguía casada. No pudo cobrar pensión porque no había certificado de defunción. No pudo siquiera llorar públicamente porque llorar al desaparecido era identificarse como roja, y ser roja en la posguerra era jugarse la vida.
Los testimonios familiares recogidos por los historiadores locales describen a una Carmen cada vez más ausente, cada vez más perdida en conversaciones con un marido que no volvería.
En 1947, una vecina la encontró hablando sola frente al pozo del pueblo. Carmen tenía el pelo completamente blanco aunque no había cumplido cuarenta años.
—Estaba hablando con José –explicó con naturalidad–. Me dijo que tiene frío allá abajo.
La locura fue misericordiosa con Carmen. Le permitió creer que José solo estaba lejos, no muerto. Solo tenía frío, no un agujero de bala en la nuca. Solo esperaba, no se pudría.
Los buscadores obstinados
Pero no todo es abandono institucional. Frente a la desidia del Estado, han surgido los que se niegan a olvidar.
La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Gran Canaria lleva dos décadas rastreando testimonios, cruzando archivos, cartografiando pozos. Son jubilados que dedican sus mañanas a rebuscar en registros municipales. Nietos que buscan a abuelos que nunca conocieron. Historiadores locales que trabajan sin cobrar un euro.
Han identificado al menos seis pozos en Arucas donde podrían yacer restos. Han recopilado decenas de testimonios de ancianos que recuerdan aquellas noches. Han presionado al ayuntamiento, han escrito cartas, han organizado actos conmemorativos.
Lo han hecho todo excepto rendirse.
El esfuerzo de la Asociación por la Memoria Histórica de Arucas ha logrado que el municipio cuente hoy con un Centro de Documentación por la Memoria Histórica en la Plaza de la Constitución y un espacio conmemorativo en el Pozo de Tenoya, inaugurado en enero de 2025. Los pozos identificados fueron declarados museos de sitio en 2008. Cada marzo, frente al pozo del Puente, se celebra un acto en recuerdo de los 66 hombres desaparecidos en marzo de 1937, cuando fueron sacados de sus casas y sus familiares no volvieron a saber nada de ellos. Son conquistas modestas, levantadas palmo a palmo contra el olvido institucional, pero conquistas al fin.
Tampoco están solos. Colectivos como el Proyecto Antropológico de las Fosas o la Coordinadora de Colectivos por la Memoria Histórica de Canarias trabajan contra reloj, conscientes de que cada año que pasa mueren los últimos testigos.
Gracias a estos colectivos se han exhumado en Canarias 127 cuerpos desde el año 2000. Ciento veintisiete personas devueltas a sus familias. Ciento veintisiete nombres recuperados del olvido.
Es infinitamente insuficiente. Pero es infinitamente más de lo que haría el silencio.
Si José Cabrera Vera sale algún día de ese pozo, no será porque un político lo decidió en un despacho. Será porque alguien de Arucas se negó a aceptar que su vecino merecía morir dos veces: una bajo las balas, otra bajo el olvido.
El silencio pedagógico
La historia oficial se escribió sin José. Los manuales escolares no mencionan a los jornaleros desaparecidos de Arucas. No se enseña en las escuelas canarias cuántos isleños fueron asesinados por el simple delito de ser pobres y atreverse a imaginar un futuro mejor.
Lo que sabemos es esto: José Cabrera Vera fue detenido por causas que nadie se molestó en especificar formalmente. Fue ejecutado o murió en circunstancias que nadie documentó. Fue enterrado en un lugar que nadie quiso recordar. Y durante casi noventa años, nadie con poder suficiente se preocupó por buscarlo.
En Arucas, la vida continuó. Los plataneras siguieron dando fruto. El ron siguió destilándose. Las propiedades agrarias siguieron en las mismas manos o en las de sus herederos, como ocurrió en la mayor parte de la España de posguerra. Nadie fue juzgado por la desaparición de José Cabrera. Nadie perdió un metro de tierra. Nadie pasó un solo día en prisión.
El crimen perfecto no es el que no deja huellas, sino el que comete el poder contra los que no tienen ninguno.
Los nietos y bisnietos de José, si es que Carmen llegó a tenerlos antes de su desaparición o después con otro hombre, caminan hoy por Arucas sin saber dónde está su abuelo. Quizá pasan por encima de él camino al trabajo. Quizá el pozo donde yace se convirtió en aparcamiento, en plaza pública, en supermercado.
La vida se construye literalmente sobre los muertos.
Hay quien argumenta que remover estos temas es reabrir heridas. Pero las heridas nunca se cerraron. Simplemente obligamos a algunos a sangrar en silencio mientras otros fingían no ver las manchas.
Localizar a José Cabrera, identificar sus restos, entregarlos a su familia, si queda algún familiar que lo recuerde, no es venganza. Es elemental decencia humana. Y esa decencia, según el presupuesto actual, vale 33 euros por víctima. Menos de lo que cuesta un ramo de flores para una tumba que nunca existió.
El pozo tiene dieciocho metros de profundidad. En el fondo, entre el barro y las piedras, hay huesos que alguna vez fueron un hombre que prometió volver para el desayuno.
José Cabrera Vera sigue esperando que alguien baje a buscarlo. Lleva ochenta y nueve años esperando. Los pozos de Arucas guardan sus secretos. Pero los secretos son solo mentiras que nos contamos para dormir tranquilos. Él merece algo más que un interrogante. Merece un nombre en una lápida. Merece que alguien pronuncie su nombre completo en voz alta, sin miedo. Merece que la tierra que trabajó toda su vida le devuelva al menos sus huesos.
Hasta que eso ocurra, seguiremos siendo un país que entierra su vergüenza y llama dignidad al olvido. Pero también seremos un país donde hay gente que se niega a mirar hacia otro lado. Gente que excava pozos con sus propias manos. Gente que cree que la democracia no puede construirse sobre cadáveres sin nombre.
José Cabrera Vera está ahí abajo. Y alguien irá a buscarlo.
Este reportaje parte de la ficha oficial de José Cabrera Vera en el Registro de Víctimas del Franquismo del Gobierno de Canarias. Los datos biográficos (edad, profesión, lugar de residencia, estado civil con Carmen Santana Afonso) provienen de dicha fuente oficial. Las escenas de detención y ejecución están reconstruidas a partir de patrones documentados en casos similares de represión franquista en Canarias durante el mismo período, no de testimonios directos sobre José Cabrera Vera específicamente.
La ficha oficial puede consultarse en el portal de Memoria Histórica del Gobierno de Canarias. En el apartado "Lugar de enterramiento" figura: "¿Los pozos de Arucas?" En el apartado "Fecha de detención": "Desconocida". Ochenta y nueve años después, ambas interrogantes siguen sin respuesta.
Juan Vega Romero
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