
Desde que era pequeña, me daban miedo los espejos antiguos. Mi abuela me decía que algunos eran puertas, en lugar de reflejos. Que, si me quedaba mirándolos demasiado tiempo, algo al otro lado me devolvía la mirada con un segundo de atraso y que, si yo no reaccionaba a tiempo, se metía en esta realidad para ya nunca más volver a marcharse.
En mi rellano del edificio había uno, uno enorme. No era tan viejo, pero tenía esas marcas típicas del paso del tiempo: la pintura del marco desconchada, el cristal manchado por las esquinas. Ningún vecino recordaba cómo y quién lo había traído hasta allí.
Nunca quise prestarle mucha atención, pero, últimamente, sobre todo cuando llegaba tarde del trabajo, notaba algo extraño al pasar junto a él. A veces parecía como si me reflejo se moviese un poco después de yo pasar. Apenas un segundo más tarde. Pensé que se debía al cansancio del final del día, a la poca luz que había en el rellano, o al efecto que las historias de mi abuela empezaban a causarme bajo la piel y hasta dentro de la cabeza.
La última vez fue anoche que, para no variar, volví a llegar tarde del trabajo. Era casi medianoche. El pasillo estaba oscuro, salvo por el leve reflejo naranja de las farolas de la calle. Pasé rápido junto al espejo, agachando la mirada, y escuché un leve sonido: un ligero roce de uñas sobre el cristal.
Me detuve.
Miré.
Mi reflejo estaba de espaldas.
Un escalofrío se adueñó de todo mi cuerpo, dejándome completamente paralizada. La figura del espejo comenzó a girar lentamente hasta quedar frente a mí. Tenía mi rostro, sí... pero sus ojos no eran los míos.
Sonreía de manera extraña.
Di un paso atrás para echar a correr, pero tropecé con el cubo de la fregona que el portero había dejado en mitad del pasillo. La botella de agua que llevaba en la mano saltó por los aires y se estalló contra el espejo, derramando sobre él todo el contenido.
Como por arte de magia —o quizá por el golpe— el cristal se estremeció, y en el reflejo vi cara desvanecerse, como si alguien lo borrara pasándole un trapo.
Me levanté y corría hacia mi casa.
Esta mañana, el espejo ya no estaba. En su lugar solo quedaba la marca de la pared y en el suelo la huella de una mano abierta.
No pregunté a dónde se lo habían llevado porque, en realidad, me alegraba que ya no estuviera pero, cuando caminé hacia el portal decidida a salir a la calle con la mayor de las sonrisas en la cara, vi mi reflejo en el cristal de la puerta.
Esta vez… parpadeó un segundo antes que yo.
Olga Valiente






























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