Los difuntos que aún nos hablan
En estos días en que la memoria de los difuntos vuelve a tocarnos el alma, no podemos evitar mirar alrededor y preguntarnos qué ha sido de ese vínculo sagrado con quienes nos precedieron.
Parece que la sociedad moderna, tan segura de su progreso y tan ruidosa en sus debates, ha querido olvidar la muerte, como si negar su existencia pudiera librarnos de su misterio.
Vivimos tiempos de enfrentamiento, de palabras duras, de corazones endurecidos. En la política, en las redes, incluso en nuestras comunidades, el otro se convierte en adversario antes que en hermano. Y tal vez esa falta de compasión tenga una raíz profunda: hemos perdido el sentido de la finitud.
Cuando uno recuerda que todos vamos hacia el mismo final, que todos seremos polvo, se hace imposible odiar con tanto fervor. La conciencia de la muerte, bien comprendida, es una escuela de humildad y misericordia.
Nuestros difuntos nos siguen hablando, pero no con palabras. Nos hablan con su ausencia, con la huella de su paso, con el eco de lo que fueron. Nos recuerdan que la vida no se mide por la duración, sino por la entrega. Nos enseñan que amar de verdad es dejar algo de uno en los demás, aun después de haberse ido.
Sin embargo, vivimos en una cultura que no sabe acompañar la muerte. Incluso la Iglesia, que durante siglos fue refugio y guía en esos momentos, parece a veces haber cedido al silencio. Se habla mucho del bienestar, pero poco del alma. Se organizan celebraciones, pero rara vez se prepara a los fieles para morir cristianamente, con la serenidad de quien confía en la promesa de la vida eterna.
Morir bien no es un acto de resignación, sino de fe. Y acompañar la muerte no es un deber triste, sino un gesto de amor. Si la Iglesia dejara de temer al tema, si volviera a hablarnos con la profundidad de los antiguos, nos recordaría que la muerte no es el fin, sino el paso a la plenitud que Dios nos ofrece.
Recordar a los difuntos no es un ejercicio de melancolía. Es un acto de esperanza. Es reconocer que la vida no se interrumpe, sino que cambia de forma. Que quienes se fueron siguen presentes de otra manera, alentando nuestra fe, cuidando nuestras dudas, esperando el reencuentro.
Tal vez este mundo crispado necesita volver a mirar la muerte no como amenaza, sino como maestra. Porque quien aprende a mirar el final sin miedo, aprende también a vivir sin odio.
Y entonces, sí, podremos construir una sociedad más fraterna, donde los vivos y los muertos formen parte del mismo coro de esperanza.
Pedro L. Rodríguez Reyes.





























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