 El dictador Franco en la villa de Teror
El dictador Franco en la villa de TerorHace 75 años el general Franco, acompañado de su mujer y los ministros de Gobernación, Industria y Comercio, Obras Públicas y Aire, visitó las islas Canarias y las zonas españolas en África.
Por la situación en que la Segunda Guerra Mundial había dejado el ajedrez de la política internacional; la consiguiente guerra fría modificó drásticamente las relaciones diplomáticas sobre las que aquélla se movía. Y el conflicto de Corea, iniciado unos meses antes de la visita, fue el primer ejemplo de las guerras por delegación, en las que tanto Estados Unidos como la URSS apoyaron en los años siguientes a bandos opuestos en conflictos locales para marcar su supremacía y la de sus países aliados. En aquel momento, España -y sobre todo Franco- entraron en el juego.
La visita vino a demostrar que tenía tablero sobre el que mover piezas.
Se inició en África el 20 de octubre de 1950; en Sidi Ifni, donde el general manifestó en el discurso pronunciado ante una parada militar de cinco mil cabileños que España era de los pueblos que por donde pasaba iba dejando jirones de su vida y pedazos de su alma y que los hermanos de España llegaban a traer el progreso y la civilización a las tribus nómadas.
Franco se sentía cómodo en aquellas tierras donde en los años 20 asentó los inicios de su ascenso en el ejército y a donde había llegado en 1936 desde Las Palmas para iniciar la fratricida guerra civil.
Junto a la diplomacia que hablaba de resurgimiento geopolítico; la visita se enmarcaba en una demandada necesidad de Franco conociera in situ la extremada situación económica y social en la que el archipiélago había quedado a mediados del pasado siglo; con atrasados niveles de desarrollo, desempleo y un marcado reinicio del escape de población activa, esta vez ya no hacia la isla de Cuba sino hacia las tierras de Venezuela.
Desde antes de llegar a Canarias, todo se preparaba para lo que se veía, sobre todo por la burguesía isleña, como la ocasión de ser anfitriones de quienes podrían en los años siguientes beneficiarlos en la recuperación económica. Por ello, el ayuntamiento de las Palmas declaró el 19 de octubre a Franco y a su mejer como huéspedes de honor de la ciudad, desde el mismo momento que pisaran su suelo.
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En los territorios africanos, la comitiva se movió de Sidi Ifni a Villa Cisneros, seguida por miles de habitantes del Sáhara, que veían en el dictador su cauce de presencia en Europa. Luego se inició desde el 22 de octubre su visita oficial a Canarias que comenzó por las islas de la provincia de Santa Cruz de Tenerife; y Franco recordó una y otra vez los catorce años transcurridos desde que dejara las islas en 1936, donde ocupaba la Capitanía General. En Tenerife, visitó municipios, la Universidad de La Laguna, Los Rodeos, La Orotava o el Puerto de la Cruz. El 24 pasó a La Palma y luego al Hierro y La Gomera. Comenzó allí a hacer concretas propuestas de mejora como la necesaria ampliación del puerto o la desviación del barranco de los Dolores; algo extraño en él, ya que Franco no era de especificar mucho sus intenciones.
El 26 de octubre llegó a Gran Canaria donde más de doscientas mil personas llenaron el recorrido desde el puerto donde arribó en el crucero ‘Canarias’ hasta el Gobierno Militar y luego por León y Castillo y Triana hasta la Plaza de Santa Ana, donde les esperaba una alfombre de flores, la Banda de Música, una suelta de palomas y la corporación municipal, el gobernador civil y la preceptiva recepción en el salón dorado del edificio. Y fue en este lugar, donde se visualiza desde hace siglos el espacio donde dos edificios marcan como en ningún otro sitio los poderes civiles y religiosos uno frente al otro con la plaza en medio; donde se produjo el hecho por el que más se ha recordado, casi entre la anécdota y la tragicomedia, la visita de Franco. El ayuntamiento engalanado, lleno de gente, abierto con presencia del alcalde, su máxima autoridad; la catedral, cerrada; el obispo, ausente.
La explicación a esa situación es tan simple como boba. La culpa fue de un baile. Dicho así parece aún más tonta hablándose de jerarquías, dictaduras y posibles represalias.
Hay documentación sobre el hecho de que el obispado comenzó como era lógico a preparar la visita. Agustín Chil, en su obra ‘Pildain, un obispo para una época’ hace prolijo detalle de ella, así como de las permanentes denuncias del obispo sobre temas como el hambre, el paro, la pobreza, el estraperlo o el lujo de los nuevos ricos; y de que Pildain tuvo sus denuncias y repulsas, con el gobierno nacido del 18 de julio -con dolorosos ejemplos en Canarias- y aunque no usó el botafumeiro para exaltarlo, tampoco se empeñó en dar golpes bajos para desacreditarlo.
Pildain que tuvo redaños para atacar actitudes contrarias a los pobres, a los trabajadores, a las clases desfavorecidas; tuvo siempre un singular enfoque de la relación entre hombres y mujeres que fue alejándolo significativamente de la realidad que le rodeaba desde su nombramiento a inicios de la guerra hasta su muerte en 1973. Para él, el sexo y los acercamientos corporales eran temas casi a prohibir. Los niños no se sabía de donde venían porque ‘entre santa y santo, pared de cal y canto’
De todo ello quedaron cuestiones como el estreno de Gilda o la propuesta de amurallar las playas capitalinas para separar los hombres de las mujeres. Ahí nada pudo; pero sí en lo que él controlaba a través de sus sacerdotes: los actos religiosos ligados a actos festivos. Prohibió los bailes en todas las fiestas de su diócesis; los agarrados, más concretamente.
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Esa decisión, que acabó con muchas celebraciones, casinos, verbenas, y que se ha revisado en otros estudios, fue la causante del presunto desaire al general Franco. Pildain afirmó que no iba a pedirle a sus curas lo que él no hiciera en su catedral. Y así lo hizo. Porque en la visita de Franco a Gran Canaria sí había baile la noche del 26 de octubre en el Gabinete Literario; y que Pildain intentó con tiempo que se suspendiera con peticiones al gobernador civil, al alcalde de la capital y al gobernador militar, en las que en parecidos términos expresaba que ‘dado lo candente de la campaña que en esta diócesis estamos llevando a cabo contra los bailes, y resonantes aún en todas las iglesias de nuestra diócesis las páginas de nuestra carta pastoral en las que con irrefragables testimonios de Papas, Obispos, Concilios y Sínodos hacíamos ver lo que esos bailes son, comprenderá V. E. que no podíamos consentir -porque ello habría de constituir un gravísimo escándalo para nuestros fieles- el que en un programa oficial en el que figurase un baile se incluyese la celebración de ningún acto oficial religioso ni en la Santa Iglesia Catedral ni en ninguna otra de las Iglesias de nuestra diócesis. Si no hay baile vengo y canto el Te Deum, aunque tenga que venir con el médico al lado; pero si hay baile, no’
No conseguido el propósito, no quedaba otra que abrir y cerrar la catedral como cualquier día. El obispo se marchó al Palacio Episcopal de Teror aquejado presuntamente de cólicos de hígado, quizá acrecentados por la situación a que se enfrentaba.
Al día siguiente, sin que nadie se manifestara abiertamente por el tema catedralicio, Franco recorrió el Puerto de la Luz, Escaleritas, la Casa del Niño, Tafira, Santa Brígida, San Mateo, para acabar almorzando en el Parador de la Cruz de Tejeda
A las seis de la tarde del 27 de octubre de 1950 llegaron a la villa de Teror, miles de personas y una larga caravana de coches. Monseñor Socorro había visitado, conocedor de lo ocurrido el día anterior, a Pildain, que encamado en el Palacio Episcopal le contestó que en no habiendo bailes, abriese las puertas de la Basílica y rindiese a Franco los honores de jefe de estado.
En Teror, la diócesis hizo la recepción que no pudo hacerse en Santa Ana. Banderas, arcos, pancartas, balcones embanderados, alfombras vegetales, campanas, sacerdotes, religiosos, el alcalde José Hernández Jiménez, la corporación, y el órgano tocando el himno nacional rodearon la entrada en la Basílica del Pino al dictador, su mujer y la nutrida comitiva que le acompañaba. En dos reclinatorios colocados al centro del presbiterio, Franco y su esposa se arrodillaron; el pueblo entonó la Salve y el Ave María y Monseñor Socorro agradeciendo el restablecimiento de los honores de capitán general a la Virgen del Pino; les acompañó hasta el camarín.
El oportuno cronista dejó constancia cómo después de la despedida y de su partida hacia Arucas por la carretera de El Palmar; al pasar frente al convento de las Dominicas que cumplía un cuarto de siglo éstas que habían engalanado las murallas conventuales, esperaban en la carretera el paso de la comitiva. En su camino hacia Arucas, cientos de personas, llegadas desde Moya, Firgas y los barrios cercanos se situaron junto a la carretera para golizniar todo el evento
Aquella misma tarde, partieron para Fuerteventura y Lanzarote.
Si bien es verdad que todo aquello se vivió desde la miseria económica en que se sumía el archipiélago y esperanzados en que algo bueno cayera; Monseñor Socorro quedó como el verdadero representante diocesano en la visita, lo que le sirvió para que distintas propuestas como el arreglo de la Basílica en los sesenta fuera bien acogido y apoyado por las altas instancias del gobierno, y que en los años siguientes no hubiera ministro, ni general, ni artista, ni miembros de la realeza ni personalidades de todo tipo que recalando por Gran Canaria no pasara por Teror.
Y todo gracias a un baile.
José Luis Yánez Rodríguez
Cronista Oficial de Teror































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