La playa de El Burrero
En el artículo anterior, que titulé “La playa de El Burrero y el Plan General de Ordenación”, finalizaba el escrito diciendo que dejaría para otra ocasión hablar de otras cuestiones relacionadas con la playa que tenían que ver con los recuerdos, vivencias y el cariño que muchos usuarios le profesan. Hoy escribo algo sobre ello.
Para los que no conozcan la playa de El Burrero les diré que está a tan solo dos kilómetros del Aeropuerto. Hay que llegar a Carrizal y luego tomar un desvío a la izquierda si venimos en dirección sur desde Las Palmas. Al que la visita por primera vez es posible que le sorprenda el viento que sopla casi constantemente, y es posible también que eso le disuada de zambullirse en el mar. Pero si no es tan melindroso o melindrosa y logra poner sus pies en el agua y nadar un poco, entonces puedo asegurar que repetirá la experiencia. Aunque yo les aconsejaría que lo hiciesen en septiembre u octubre que es cuando está en calma total, pues, como decimos aquí, esta es una playa de invierno.
Ahora, eso sí, el viento es nuestro gran protagonista. No les voy a mentir, no tengo necesidad de ello. A veces sopla airado, sobre todo durante los meses de julio y agosto, haciendo que la arena se lance sobre los paseantes. Pero cuando llega septiembre nuestro “odiado y maldito” viento se calma de tal manera que apenas percibes que está ahí, a tu alrededor, sin hacerse notar. Así se pasa tres o cuatro meses.
Sin embargo, a partir de febrero vuelve a soplar fuerte y no se aplacará hasta que llegue de nuevo el otoño. Pero estamos tan acostumbrados a él que el día que no sopla lo echamos de menos. Así somos los usuarios permanentes de esta playa. Fieles a más no poder, porque el amor que le profesamos no es flor de un día, sino que ha ido creciendo y fortaleciéndose con el paso de los años. Hemos aprendido a respetar sus cambios de humor, sus excesos. Nadamos con plena confianza, esté como esté, aunque para llegar a la playa tengamos que vérnoslas con la arena que levanta el viento juguetón, pero no nos importa: somos viejos conocidos. Y cuando por alguna razón de fuerza mayor no podemos bañarnos, no nos preocupa. Nos ponemos al socaire de las rocas y entablamos conversación con los conocidos de siempre.
No guardo en mi memoria un recuerdo nítido de mi primera visita a la playa del Burrero. No sé qué edad tendría ni quién me llevó. Lo más probable es que fueran mis padres, pero también pudo ser una hermana de mi madre con la que tenía yo mucha relación. Y ello es comprensible si pensamos que la mayoría de los habitantes del municipio no visitaban la playa casi nunca, solo lo hacían en muy contadas ocasiones como, por ejemplo, en el día de la Virgen del Pino. Las familias de Ingenio y Carrizal bajaban al Burrero para disfrutar de un buen día de playa a la orilla del mar. Era una tradición. Durante el resto del año permanecían ocupados en sus quehaceres.
Tendría yo siete y ocho años cuando mi tía me confeccionó un bañador. Es un recuerdo fuerte que ha perdurado en mi memoria hasta el día de hoy. Pero la playa que visitamos y que seguiríamos haciéndolo en múltiples ocasiones se llamaba “las Torrecillas”, muy cerca del aeropuerto. Con los ojos del niño que un día fui, la recuerdo como una playa larga, de arena negra. Para llegar a ella teníamos que recorrer una extensión de terreno arenoso que hacía tortuoso el trayecto, porque cada dos por tres el esposo de mi tía tenía que bajarse de la camioneta que conducía y coger la azada, (el sacho le llamamos), para despejar el terreno por el que poder transitar.
Para un niño de corta edad la travesía me parecía interminable y nunca veía la hora de llegar. Cuando lo lográbamos me daba la impresión que había transcurrido media vida. Pisar la arena y despojarnos de nuestra vestimenta era todo uno y a los pocos segundos ya estábamos sumergiéndonos en el mar. La comida compartida y la espera interminable de las dos horas de rigor para hacer la digestión y poder volver a bañarnos han quedado grabadas en mi retina. ¡Cuánto debo a esta tía mía que tan bien se portó con su hermana y con sus sobrinos, socorriéndonos en multitud de ocasiones, por no decir siempre! Para nosotros mi tía era rica, porque poseía todo aquello de lo que carecíamos.
En los recuerdos de mis primeros años de adolescencia no aparece la playa casi nunca. Yo creo que comencé a interesarme por el Burreo cuando tendría dieciocho o diecinueve años. Pero mi verdadero enamoramiento de la playa llegó parejo con los primeros escarceos de la que fue mi novia primero y años después se convirtió en mi esposa. Sus padres poseían una casa en la misma avenida. Todos los veranos, desde principios de junio, se iban “de temporada” y permanecían allí hasta finales de septiembre. Yo iba a verla todas los días que podía. Para ello me ponía a hacer auto-stop. A veces, muchas veces, subía caminando desde la playa hasta Carrizal para ponerme de nuevo a hacer autostop hasta llegar a Ingenio.
A medida que fueron pasando los años, mi amor por la playa fue aumentando y, por supuesto, el cariño por mi novia. Y desde aquellos tiempos hasta hoy “disfruto” de viento y de la arena todos los veranos.
Muchos amigos y conocidos no comprenden este apego que muchos tenemos a nuestra querida playa. Algunos optaron por comprar o alquilar en otros sitios. Nosotros lo tuvimos claro desde el principio de nuestra relación: viviríamos en Ingenio, pero veranearíamos en el Burrero, en régimen de alquiler o, con el tiempo, en casa propia. Y así lo hicimos.
Me gusta decir que la playa del Burrero para nosotros “es un sentimiento”, como lo es para los aficionados el equipo de la Unión Deportiva Las Palmas cuando cantan con el alma la letra de su himno. Nosotros, los que veraneamos allí todos los años, no coreamos su letra porque ésta aún está por escribir, pero para todo aquel que nos quiera oír repetimos hasta la saciedad lo mismo: el agua es tan agradable y transparente, tan beneficiosa que te deja como nuevo cuando te sumerges en ella. Sí, queda claro que estamos enamorados de nuestra playa y no la cambiamos por ninguna otra; que sufrimos su viento constante que arrastra la arena todo el verano y la lanza a veces contra nosotros cuando tratamos de acercarnos a la zona de baño. Es una realidad dolorosa, pero todo eso y más se ve compensado cuando ponemos nuestros pies en el agua. ¡No existe nada más terapéutico! Y ellos, un buen grupo de hombres y mujeres cada vez más numeroso, lo saben bien. Han adoptado la sana costumbre de bañarse todos los días del año, haga frío o calor, viento o gran marejada, esté nublado o brille el sol. Les da igual. La playa se ha convertido para ellos en una fuente de vida y en una terapia maravillosa.
Nuestra playa también tiene el encanto de ser muy familiar, en donde se respira tranquilidad y paz porque no está masificada. Puede dar la impresión que estoy vendiendo sus bondades para atraer a más gente. Con toda sinceridad: espero que eso no ocurra nunca. Puede parecer egoísta, pero es lo que muchos sentimos.
Lo único que deseo es que toda esta gente que disfruta cada día de la playa, lo siga haciendo durante muchos años. Ellos no están dispuestos a cambiarla por ninguna otra, a pesar de los negros nubarrones que, en forma de deslindes y servidumbres, aparecen cada cierto tiempo por aquí. También espero y deseo que ninguna Ley de Costa nos lo prohíba algún día.
Juan Ramón Hernández Valerón.































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