La casa

Juana Moreno Molina

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Hace más de doscientos años que nací, o me fabricaron, era todo un orgullo para la familia, que a lo largo del tiempo se multiplicaron y moraron entre mis paredes, entre las que dejaron la esencia de sus vidas. Me hicieron, mezclado con sus sudores, de piedra, toba, cal y arena, la cubierta de tea. Tenía un patio lleno de flores y una parra de uvas negras, donde, en los días calurosos, mis gentes se tendían en unas esteras de palma para dormir la siesta, para luego  proseguir las tareas de labranza en sus huertas. 
 
Los días, los años, transcurrían entre dichosos y amargos, acogiéndose  mis moradores al calor y a la seguridad que les daba mis paredes cuando las desgracias los atormentaban, como en la muerte de algunos de ellos, o cuando caían enfermos,  también en los lamentos si las plagas desgraciaban las cosechas. Yo sufría con ellos y dejaba que sus angustiosos llantos y el clamor a Las Alturas penetraran en mis muros, como una forma de condolencia, y los arropaba velando sus sueños. 
 
Con qué gusto participaba, haciendo relucir mi fachada con un blanco impoluto, en las alegrías el día del patrón San Isidro, cuando dejaban abierta de par en par la puerta de la calle invitando al visitante a un pizco de ron o vino y unas cajaracas, o en las bodas celebradas en el patio con gran derroche de comida y bebida. Pero cuando más gozaba era en los nacimientos, dejando que el silencio velara el sueño de los infantes  mientras los arrorós quedaban prendidos para siempre en mis paredes.
 
Con el transcurso del tiempo, los últimos ancianos moradores de mis cuatro paredes murieron y yo quedé huérfana, abandonada, solo me consolaba dejando que sus voces, sus risas, mezcladas con desgarradores ayes, afloraran por estos viejos muros y circularan por toda la casa. Personas ajenas me pusieron a la venta y fui visitada muchas veces por posibles compradores, pero  salían espantados porque decían que oían voces y lamentos. Así seguían  pasando los años y yo iba decayendo; mis paredes dejaban ver desconchaduras; en el techo abombado correteaban familias de ratas, mientras, las voces y lamentos acumulados se me fueron yendo por las grietas y quedé vacía, triste, preguntándome siempre que para qué sirvo si nadie vive en mí.
 
Hasta que un día varias parejas de jóvenes se interesaron  por este cascarón en que  me estaba convirtiendo y me compraron. Yo quedé extrañada mucho tiempo, pues estos jóvenes se salían del concepto que yo tenía de ser felices entre mis paredes: eran modernos, yo diría que hippis. No tardaron en remozarme según sus gustos, algo raros para lo que yo estaba acostumbrada, pero me gustaba el aire fresco que empezó a circular por los pasillos y el patio,  donde se oía la música que ellos tocaban en unos instrumentos orientales, tumbados en  hamacas de telas multicolor, donde antes había esteras de palma, mientras un aroma extraño circulaba por mis habitaciones, dulzón y adormilador.
 
 Ahora soy  como una vieja que desechó sus vestiduras oscuras y tristes para vestir otras muy modernas y, si les digo la verdad, extravagantes, acostumbrada a la austeridad de antaño, pero me gusta esta gente que con tanto cariño me están haciendo revivir, aunque  a veces me siento algo avergonzada de los  afeites y coloridos que me aplican, pero me voy haciendo a  ellos, sin olvidar el recuerdo de aquellos, a los  que pertenecí antaño, y en cierto modo también me pertenecieron a mí.
 
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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