El odio del pobre al pobre
Lola Sosa
La filósofa Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía, acuñó el término aporofobia para diferenciarlo de la xenofobia que se refiere al rechazo al extranjero y del racismo que es la repulsa por otros grupos étnicos. La aporofobia es el odio que, desde la ingeniería socioeconómica, elimina la lucha de clases y fabrica la lucha del pobre contra el pobre. Se impone un discurso que ha logrado inocular esta aversión a base de repetición y miedo, y la repulsa absurda, inconsciente, se ha instalado en los corazones. Mirar el dedo y no la luna, viejo truco.
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Odiamos al que es más pobre, al emigrante y este odio pone legañas de Dolce Gabana, de verde brillante de dólar en los ojos de los neoliberales, mientras el ignorante sigue mirando a su dedo. El mercado, ayudado por el discurso fascista, ha encontrado en la repetición de un discurso rápido, empaquetado, sin lustre como la comida basura, un caladero de pesca de arrastre del analfabetismo, la mezquindad y la cobardía. Un perfecto ejercicio de proyección psicoanalítica que arroja la frustración de una vida que no se quiere ver, de unos ojos que no quieren mirar al causante de esta carencia vital y que se rebela contra un demonio social fabricado ex profeso para el mal que apremia.
Mientras, el verdadero poder se frota las manos observando a sus pequeñas hormigas correr disparatas del trabajo al hormiguero en un danza macabra y neurótica en la que mirar hacia arriba se hace imposible, un poder que posee mas que el PIB de muchos países; inalcanzable.
Esta es la enfermedad que avanza inexorable, de esto estamos enfermos: de un profundo odio al pobre sembrado por libre mercado que se alimenta febrilmente de cosas y por un fascismo ramplón que deglute analfabetismo.
Qué fácil es ser fascista en una democracia, lo valiente es ser un demócrata en un sistema fascista. Estamos siendo entrenados por un sistema que nos mantiene cada vez más empobrecidos para defender, desde la miseria, miguitas de pan duro e ir construyéndonos con una mirada mendicante, de invalidez, de furia y de frustración y que, a falta de capacidad o valor, se vuelva hacia otro más pobre y más débil. Siempre los habrá, es lo que mejor sabe producir el capitalismo: necesidad, pobreza extrema y exclusión.
¿Cómo odiar al jugador multimillonario marroquí, nigeriano o camerunés que se exhibe con su Lamborghini o al saudí que se pasea por el barrio de Gracia con su mujer cubierta con su hiyab, entrando y saliendo de Hermès, Cartier o Prada?; ¿o al cantante latino con su reloj y cadena de oro tan grandes como kitsch, hechos del material de los sueños de la apariencia? No, se odia al desgraciado que viene en patera, que transita el polvo con el alma a cuestas huyendo de un campo de refugiados, o a la madre que acuna un niño famélico en sus brazos; se odia a los que van descalzos, a los que no tienen bolsillos. Capítulo aparte y espeluznante es cómo sufren las mujeres esta pobreza en el mundo.
Aporos significa sin recursos. No es racismo, no es xenofobia, es algo más profundo, psicológicamente hablando, porque en el fondo, este odio es la proyección de la propia miseria que no se puede sostener y que no se quiere mirar, o que se mira con el ojo bizco porque profundizar en el origen es poner en jaque al propio sistema del hormiguero: horror vacui.
Por el contrario, es preferible dejarse caer dentro del truco del prestidigitador que nos mantiene en este sostenido estado de carencia y amargura, engañándonos para que no miremos cómo se mueve su mano culpable, manteniendo la vista fija en el sombrero del que siempre se podrá sacar un pobre más porque abundan, porque se procrean como conejos en la chistera negra del capital.
Así que nuestro mal es, pues, culpa de los inmigrantes, de los pobres, pero sobre todo, de los condenadamente pobres. Fácil y sencillo; simple como el encefalograma de un esclavo feliz.
Lola Sosa
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