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Hemos caminado en multitud de momentos y de tiempos, y sabemos que hay días para nacer y días para morir, días para aceptar y otros para enfermar de rabia. Hay días en los que los viejos fantasmas regresan en la nave de los muertos sin postales que avisen de su llegada, para abordarnos otra vez y secuestrar el presente. En la proa viaja la culpa, eterna pasajera y cliente VIP de la embarcación, quien se aferra a ella impasible y segura de que va a hacer rehenes sin condiciones ni resistencias. Damos cobijo a la culpa sin contemplaciones y asumimos tácitamente su eslogan: me has decepcionado.
Lo que implica que tenemos que vivir para otros, que nuestra perfección es de obligado cumplimiento, que aceptamos un programa mental, una ficción, el puro dominio del ego. La culpa es fe en el control. Sin embargo, lo que creemos que se acabó, a veces puede sorprendernos y regresar, y lo que dotamos de eternidad, desaparece.
Nada permanece, nada controlamos. Tenemos fe en la culpa y permitimos que se instale en nuestra mente sin pagar alquiler, fustigándonos sin contemplaciones, poderosa y altiva. Es aquí donde comienza la verdadera travesía: asumir que nada hay terrible en equivocarse, que somos lo que somos; ni expectativas ni dioses, sino seres con forma y encarnados en lo material.
La culpa es el orgullo de un ego que se sigue colando por la puerta de atrás, que se alimenta del tiempo perdido y del deseo neurótico de futuro, pero que no es más que la resistencia a nuestra imperfección y la incapacidad para soportar un ahora que lo condena, inevitablemente, a la disolución. Aquí es, precisamente, donde radica el poder, el sentido de lo humano, en la aceptación absoluta de TODO porque nada está bajo nuestro dominio. En este camino ya nada tiene importancia porque la idea de imperfección trae al error con nosotros en relación a la forma material que habitamos.
Aceptar estar desorientados, equivocarnos en la travesía, ser engañados por cantos de sirenas es, justamente, el triunfo, la entrega absoluta a lo que ES. Sin embargo, no son los demás quienes nos juzgan, sino nosotros. El error lo comprendemos en otros pero para nosotros solo existe un juicio sumarísimo donde la falta de garantías nos condena irremisiblemente.
Pero se trata de bregar durante el viaje, plantarnos en nuestra proa y agarrarnos al timón con firmeza y confianza, sin dejarnos engañar por el canto ensordecedor de la culpa, con el cabello adornado de flores y túnica de color de la espuma.
Entender que el viaje es una experiencia para Ser, para trascender el control y disolver las resistencias y el sufrimiento que lo acompaña, es comprender el mapa. Se trata de vibrar con él, no contra él, y convertirlo en poder y aprendizaje, en autocompasión y amor. Para eso hemos venido, para dar lustre a nuestra historia y sanar memorias más antiguas que nuestra galaxia. La rueda es eterna y vamos cabalgando sobre ella: unas veces nos subimos, otras, nos apeamos para revisar lo vivido y hacer de ello virtud y perfección. Hasta que sea necesario. CRECER, CRECER Y CRECER ad infinitum...
Volveremos a Ítaca. Ese es nuestro destino.
Lola Sosa
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