Discriminar al otro para huir de nosotros mismos
Enciendo el televisor y todo es plano. Paseo por los diferentes canales y todo es blanco, o me lo parece. También las escenografías y los personajes que la habitan. Subo el volumen y hablan un castellano plano, mesetario, liso, sin acento, uniforme. No se perciben tonalidades gallegas, vascas, andaluzas, extremeñas, valencianas, catalanas, aragonesas, canarias... Todos hablan igual, hasta cuando elevan la voz. Esa España de las televisiones es ajena a la vida que se respira y se escucha en hospitales, mercados, fábricas, restaurantes, talleres, centros educativos... Todas las personas hablan igual, salvo en alguna tertulia con pretensiones de ser diversa. Los personajes que habitan este medio son mayormente –cuando no exclusivamente– de raza blanca, excepto cuando se cuela algún gato negro... La publicidad es algo más plural porque, después de todo, se trata de vender un producto al mayor número de consumidores. También los informativos y los programas de entretenimiento venden, pero no algo material. Constituyen un peligro porque en la mayoría de las veces despachan una sociedad que no existe y, además, niegan a millones de personas que hablan un español diferente –no me refiero, que también, a los idiomas reconocidos: gallego, catalán, bable y euskera o vasco– Me refiero a las variantes dialectales que enriquecen una lengua, a esos matices que la hacen viva, a esos detalles que consiguen que podamos identificar el origen de una persona por su forma de hablar el castellano. La entonación o el tonillo, la articulación de determinados fonemas, el uso de particulares formas verbales, giros y palabras... La forma de hablar de andaluces, canarios, venezolanos, peruanos, cubanos, extremeños o aragoneses suponen una identidad que enriquece y alegra el idioma. Y lo que no se ve ni se oye no existe. Si algo aprendimos de nuestros profesores es que las lenguas no son entidades rígidas, uniformes e invariables. Como las personas. No existen cuerpos perfectos ni iguales, por más que los intransigentes y algunos fanáticos de la moda se empecinen en lo antinatura.
Antes en el discurso se escapó un gato negro y, sí, me refería al felino para resaltar la asociación negativa que hemos establecido con el color negro. El negro es la ausencia de color y, claro, para la simbología tradicional –alimentada por la literatura y Hollywood– la raza negra pertenece a las tinieblas mientras que la blanca desciende del sol. Así se explica el supremacismo blanco. Sin embargo, en el antiguo Egipto el negro era el color de la fertilidad. Sería porque la humanidad surgió en África. Como ya cantara nuestro Alonso Quesada el rojo sol del sur pone la color morena, mientras que el sol del norte solo el cabello dora.
Aunque la Constitución Española establece que todos somos iguales ante la ley –«sin discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social»–, la realidad evidencia el aumento de la exclusión por origen racial o étnico según todos los indicadores que maneja el Consejo para la Eliminación de la Discriminación Racial o Étnica (CEDRE). Los informes dejan bien claro que el racismo es un problema persistente y creciente en España, con un severo e inquietante aumento de los delitos de odio por racismo y xenofobia. Los datos están a disposición pública y ejemplos recientes, como los desgraciados sucesos de violencia en Torre Pacheco, ponen de relieve la criminalización colectiva de la comunidad migrante y el aumento de los discursos de odio que invaden las redes sociales. Las agresiones de algunos policías, la muerte violenta (¿homicidio?) de algunos migrantes o el rechazo de las comunidades gobernadas por el PP –en el gobierno canario– a la redistribución de los menores migrantes subrayan el racismo y la xenofobia. Sin embargo, albergar en España a más de 326.000 ucranianos es solidaridad cristiana porque somos un pueblo acogedor. Lo cierto es que la segregación se manifiesta en el día a día a través de la exclusión en el acceso a la vivienda y al empleo, la discriminación en el ámbito público y policial y en la segregación escolar y residencial. Y ello afecta, según constatan los expertos, a la salud mental de las personas. No hay racismo, pero se usan adjetivos despectivos: negrata, moro, sudaca, panchito, gitano, mena, además de musulmán para designar a los árabes que mayoritariamente profesan esa religión, obviando que también los hay cristianos. Se crean estereotipos y se naturaliza la xenofobia. No somos racistas, lo que nos molesta es la pobreza. Santiago Abascal –que no es árabe, pero lo parece; que es cristiano, pero no lo parece; que no es Hitler ni Franco ni Mussolini, pero sí de baja estatura; que actúa con gestos marciales, aunque huyó del servicio militar– escupe su odio por un puñado de votos ignorantes y propone hundir el Open Arms, un barco y una organización sin ánimo de lucro que rescata a migrantes. En el Día del Pino el obispo pidió que «el Atlántico deje de ser un cementerio».
Todavía se hacen chistes de andaluces, aragoneses, canarios... Y se ríen de su acento. No queda muy lejos el desprecio a los naturales de estas islas cuando eran vistos y tratados por los meseteños como moros. Pasar los controles aduaneros y de seguridad en ocasiones era bastante ingrato. Se ignora la Historia y se promueve el desconocimiento. En las televisiones las personas racializadas y las diferentes variantes de la lengua española parecen invisibles; apenas existen. Debe pasar como en muchos restaurantes, donde filipinos, marroquíes o senegaleses trabajan escondidos en las cocinas. En el cine y en las series televisivas hay más presencia, es verdad. Pero qué lejos estamos de los países nórdicos o del Reino Unido. Ya en varias obras de Shakespeare las razas estaban presentes y reflejan una sociedad diversa en la que la injusticia es protagonista. Podría decirse que son obras raciales. Ahí está su primera tragedia, Tito Andrónico. Por cierto, nuestro admirado y popular Néstor Martín-Fernández de la Torre, que según la escritora Anaïs Nin era de una belleza bestial y negroide, hoy tendría verdaderos problemas por tener el pelo rizado, labios gruesos y facciones mulatas.
Vendría bien, para no olvidar lo que somos, leer los estudios sobre la población canaria de Manuel Lobo y Manuel Hernández González. En esto de los olvidos, están los 800 años de presencia árabe en la Península Ibérica que nos dejaron un legado cultural de primer orden que se manifiesta en la lengua que usamos: más de 4000 palabras proceden del árabe y se encuentran prácticamente en todas las esferas de la actividad humana. Hasta en el tenis, si me permiten la volea. El apellido Alcaraz es de origen árabe y a Trump, que asistió a la final del Abierto de Estados Unidos, no le gustó ni la victoria ni el color del campeón. Y termino con Lázaro de Tormes (1554) quien tenía por hermano «un negrito muy bonito» que al ver a su padre negro huía de él espantado. La sentencia del joven Lázaro sigue siendo una invitación a vernos en el espejo de la historia: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
Felipe García Landín
Septiembre 2025
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.164