
Notaba cómo el frío del cristal le atravesaba frente, pero poco le importaba. Ya había perdido la cuenta de las horas que llevaba allí, tras el cristal, esperándole. En cualquier momento lo vería aparecer tras aquella esquina, porque sí, porque se lo había prometido y las promesas nunca deben romperse.
El mundo al otro lado del cristal se mostraba intenso, lejano, desconocido, y aun así, ella seguía allí, quieta, expectante, con sus trenzas doradas cayéndole sobre los hombros, inmóviles, como ella.
Mamá solía decirle que ella también llevaba trenzas a su edad y que la abuela le contaba siempre lo mismo: que en cada una de ellas se entrelazaban muchas historias, relatos sobre personas, momentos y lugares del pasado y del futuro unidos por un mismo hilo que los mantenía conectados.
“No tengas prisa por desatar todos los nudos de tu vida”, le decía mientras la peinaba. “Solo el tiempo sabe cómo y cuándo deshacerlos.”
Aquella tarde, la niña pensaba en su abuela, en lo que ella le habría dicho si la viera en aquella ventana, esperando, durante tanto tiempo. El aire del exterior se colaba por la rendija abierta de la ventana moviendo suavemente las cortinas y dejando que el olor a lluvia recién caída invadiera la habitación, como siempre que llovía. Pero aquel día no era uno cualquiera; lo presentía en lo más profundo de su ser, lo notaba en el alma.
De repente, un reflejo en el cristal llamó su atención. Un reflejo que no era el de su rostro. Una silueta difusa, grande, casi traslúcida, brillante como el dorado de sus trenzas y con los mismos ojos expectantes que ella. La niña no huyó, no se asustó, ni siquiera se movió; al contrario, levantó su mano y la apoyó en el cristal, en el reflejo que veía detrás de ella. La silueta hizo lo mismo.
—Eres tú... —susurró.
El reflejo no contestó con palabras. Simplemente, sonrió. Y justo en ese instante, ella lo supo. Él nunca aparecería tras aquella esquina, porque ahora él estaba aquí, junto a ella. Y nunca más se sentiría sola.
El dorado de sus trenzas se volvió más intenso, brillando aún más con los últimos rayos de sol del atardecer. Afuera, el silencio.
Olga Valiente
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