Hasta siempre, señor Redford

Javier Estévez

[Img #6052]Se ha ido un hombre que tenía la mirada clara como un río de montaña. Un hombre de ojos azules como el cielo visto desde un sueño. Robert Redford murió hace unos días como solo mueren las leyendas: en silencio, en casa, dejando tras de sí el eco de decenas de personajes que habitaron nuestros sueños.

 

Ochenta y nueve años. Una vida entera construyendo puentes entre la pantalla y el alma. Entre lo que somos y lo que querríamos ser.

 

Hay actores que interpretan. Otros, que encarnan. Redford simplemente era. Era, entre muchos, el forajido de sonrisa torcida en Butch Cassidy. El estafador elegante de El golpe. El aviador perdido en Memorias de África. Y era Jeremiah Johnson, el hombre que eligió la montaña sobre el mundo, el silencio sobre las palabras.

 

En cada hogar había una película suya que se volvía sagrada. Mi padre, amante del western, suspiraba con Dos hombres y un destino. Mis hermanos descubrieron con El mejor, que ser héroe no requería gritos ni aspavientos. Mi madre se perdía en sus romances épicos, en paisajes que parecían pintados por los dioses. En el cine vio dos veces Memorias de África. Y en la tele, no sé cuántas veces más. Le fascinaba la escena en la que Robert Redford lava el pelo a Meryl Streep. En portugués hay una palabra preciosa, cafuné, para el acto de acariciar con cariño y delicadeza el pelo de otra persona.

 

Yo lo adoré en Las aventuras de Jeremiah Johnson, su papel más puro. Para mí, su mejor película. Allí no había trucos. Solo un hombre, la montaña y lecciones eternas. Nos enseñó que podemos bastarnos a nosotros mismos. Que la naturaleza no se conquista: se respeta. Que cada cultura tiene su sabiduría. Que la soledad puede ser maestra. Que nuestras decisiones nos persiguen como sombras en la nieve.

 

Lo recordaré siempre caminando solo entre pinos gigantes. Sus pasos resonaban en el silencio sagrado de la montaña. Una figura diminuta contra paisajes inmensos. Aprendiendo que la grandeza se mide en humildad. Jeremiah Johnson no necesitaba palabras. La soledad era su maestra. El viento, su confesor.

 

Bear Claw Chris Lapp le enseñó las reglas. No las de los hombres, sino las de algo más antiguo y sabio. “La montaña no perdona”, le dijo el viejo. Y Johnson aprendió a escuchar. A respetar. A comprender que sobrevivir no es dominar, sino formar parte de algo más grande que uno mismo.

 

Redford no actuaba. Redford respiraba en la pantalla. Tenía la extraña magia de los elegidos. Podías poner la cámara donde quisieras. Él siempre era el centro. Incluso en segundo plano. Incluso en silencio. Incluso cuando otros hablaban. La luz lo buscaba. Los ojos lo seguían. El corazón lo reconocía.

 

Fue galán sin ser vanidoso. Duro sin ser cruel. Misterioso sin ser artificioso. Cambió de género como quien cambia de camisa, y en cada uno encontró su verdad. Comedia, western, thriller, melodrama… Todo le quedaba bien, porque todo lo hacía suyo.

 

Detrás de las cámaras construyó Sundance. Dio voz a quienes no la tenían.

 

Convirtió el cine independiente en una religión. Pero quizás su mayor logro fue más simple: nos enseñó que la masculinidad podía ser vulnerable. Que la belleza podía ser profunda. Que las películas podían ser arte sin dejar de ser sueños.

 

En algún lugar de Utah, se apagaron esos ojos que miraban lejos. Se fue el hombre que nos hizo creer que podíamos ser mejores. Que podíamos elegir la montaña. Que podíamos vivir con honor.

 

Y nosotros, aquí, seguimos viendo sus películas. Seguimos creyendo en sus personajes. Seguimos siendo un poco más valientes, porque él nos enseñó cómo.

 

Robert Redford se ha ido. Pero Jeremiah Johnson sigue en su cabaña. El Forajido sigue corriendo. El aviador sigue volando sobre África. Todos los hombres mueren. Las leyendas, simplemente, cambian de pantalla.

 

Javier Estévez

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