
Allí está, de pie frente al mar, en mi playa, mi lugar de paz. La brisa enreda su cabello y lo hace sexy, con su ya habitual postura de calma que tanto le caracteriza. No es un chico cualquiera; su presencia desata mi caos y me desarma. Y así ha sido desde el primer día que lo vi, como si la vida, cansada de hacerme esperar, por fin me premiara.
Él no lo sabe —o sí—pero no solo yo lo adora. Ella también lo hace. Siempre tuve claro que ambos ya se conocían, puede que quizá de otra vida. Ella es parte de mi, la parte más importante de hecho, una que nunca supe bien cómo encajar en una historia de amor sin que doliera. Hasta que llegó a nuestra vida, momento en el que, de pronto, todo cobró sentido.
Aquella tarde sentí que el corazón se me encogía y se expandía al mismo tiempo ante la absoluta certeza de que llegaba para quedarse. No era perfecto, nunca lo idealicé. Era, simplemente, real. Con sus defectos, sus miedos y sus silencios, pero con una forma de ser y estar que me hacía respirar tranquila, como en casa.
Una bola de arena después... y se quedó para siempre. Sin necesidad de grandes promesas ni cuentos de hadas. Sólo risas compartidas, paseos a los hombros, roscas en el salón y atardeceres en la montaña. Sus manos pequeñas, desde entonces, siempre buscan las suyas y él, me busca a mí.
Y ahora, ahí está, frente a la orilla, en mi playa, señalando la cantidad de capítulos que aun nos quedan por escribir: de amores que no arrastran sino sostienen, de emociones a flor de piel, de miradas que se buscan y lugares que se convierten en hogar... si estamos los tres.
Olga Valiente
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