Microrrelatos. "Sucesos en la Villa del Agua"

Una noche de metamorfosis y secretos en el corazón silencioso de Firgas.

Aranzazu Mujica Alonso Lunes, 08 de Septiembre de 2025 Tiempo de lectura:

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Benigna

 

En el pueblo de Firgas la madrugada se estira como un hilo silencioso. El rumor de las fuentes se extingue hasta ser apenas un murmullo en las piedras mojadas. Las calles, empedradas y solitarias, parecen contener la respiración, allí donde aún resuenan los ecos de tiempos pasados. En el parque de la Fontana Rosa, la humedad de la noche se posa sobre los bancos vacíos, la espesa arboleda danza al compás del sonido del agua y un viejo drago levanta sus ramas como si saludara al cielo sin estrellas.
 

En lo alto, una lechuza blanca aguarda inmóvil. Nada de lo que sucede durante la noche puede escapar a la atenta mirada de la lechuza. Su plumaje reluce débilmente bajo la luz de la luna. Parpadea una sola vez y fija sus ojos ámbar en las casas colindantes. Allí, en medio de la penumbra, una única ventana permanece encendida. La vigila como si supiera que dentro sucede algo que escapa a los ojos de los hombres.
 

Tras el cristal, Benigna se encuentra frente a un espejo ovalado. Está desnuda, de pie, con la lámpara encendida sobre la cómoda. La luz dorada tiñe la habitación de un resplandor tibio, y en ese halo se revela una metamorfosis. Ella levanta la mano y acaricia un mechón de su cabello rubio. Sus dedos sienten la textura nueva: sedosa, brillante, ligera como cuando tenía treinta años. El reflejo la observa con una sonrisa de complicidad.
 

Sus ojos azules ya no muestran el cansancio de sus más de cincuenta años. Poco a poco, la sombra de las arrugas desaparece. Los pliegues junto a los labios se suavizan, el cuello se alisa, los hombros recuperan firmeza. Su piel blanca comienza a suavizarse recuperando esa frescura siempre deseada. Los senos, esos dos bultos enormes y caídos, van tomando una forma redondeada, recuperando su firmeza. Benigna inspira hondo y percibe algo más: el aire le entra distinto, más vivo, más ágil, como si cada célula despertara después de un largo letargo.
 

Detrás de ella enredado entre las sábanas de su cama, yace un muchacho de veinte años. Su piel joven aún guarda el calor del encuentro reciente, pero ese calor se apaga lentamente. Duerme profundamente, con el cuerpo rendido y la boca entreabierta en un suspiro plácido. No sufre. No se agita. Solo descansa en un sueño sereno.
 

Sin embargo, su piel cambia. El tono sonrosado que la sangre regala a la juventud va desapareciendo. Primero es leve, apenas un matiz más claro en sus mejillas. Luego, un velo pálido se extiende hasta cubrir sus brazos, su pecho, sus labios. Es un desvanecimiento lento, casi imperceptible, como la vela que se consume sin llama.
 

Benigna lo observa en el espejo, no directamente. Sus ojos, ahora luminosos y jóvenes, lo recorren con calma. No hay prisa. Sabe que el proceso es natural, inevitable, consecuencia de lo que ella es. Una bruja. Una heredera de un linaje antiguo que aprendió a robar la lozanía de los jóvenes después de unir sus cuerpos con el suyo. No siente culpa. Tampoco alegría desbordada. Solo la satisfacción sobria de quien reclama lo que le pertenece.
 

Se toca el rostro con ambas manos y sonríe. La tersura le parece un milagro, aunque sabe que no lo es. Cada línea borrada es un triunfo sobre el tiempo. Cada mechón brillante es una victoria sobre la muerte. El poder y una nueva energía indestructible fluyen en ella como las aguas de un río secreto, llenándola de un vigor que siempre se apaga, pero que también puede volver a recuperar cada cierto tiempo al anochecer.
 

La lechuza sigue observando desde lo alto del drago. Sus ojos ámbar reflejan la escena como espejos antiguos. No necesita moverse. No necesita entender. Su sola presencia parece dar testimonio, como si fuera la guardiana muda de un pacto que se cumple a través de los siglos.
 

Benigna apaga la lámpara con un gesto lento. La habitación queda envuelta en penumbra. El muchacho continúa dormido, respirando suavemente, aunque cada vez más frágil. Benigna, en cambio, permanece erguida, radiante en la oscuridad, consciente de que ha bebido otra porción de eternidad.
 

Afuera, el viento nocturno acaricia las ramas del drago y hace crujir las hojas húmedas. Nadie en el pueblo sospecha nada. Nadie imagina que mientras Firgas duerme, una mujer madura se convierte en un rostro nuevo, en un cuerpo joven, en una fuerza que el tiempo no logra doblegar.
 

Y la lechuza, desde su rama, no aparta la mirada.

 

Aranzazu Mujica Alonso

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