Carrera de cochinos

Quico Espino

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Qué ilusión tan grande nos hizo a mi hermano Agustín, que tenía ocho años, y a mí, con seis, que nuestro padre nos dijera que nos llevaría al Carrizal para ver una carrera de cochinos. La sonrisa nos llegaba hasta las orejas, sobre todo por el hecho de que nos sacara de paseo en su camioneta, a la que nosotros llamábamos la chocha. Iríamos los dos delante, en la cabina, donde siempre solía ir mi madre cuando íbamos a la playa de Gando, a El Burrero o a Agua Dulce, las únicas veces que yo había salido de Ingenio, mientras mi padre cantaba el tango del legionario que conoció a una tanguista en un cabaré.
 
Corría el año 1959. Estábamos a catorce de agosto y al día siguiente, el día de la Virgen del Buen Suceso, era cuando se celebraba la carrera de cochinos. Mi padre nos adelantó que había tres ejemplares femeninos que se llamaban Marujita, Sofi y Sarita (por Marujita Díaz, Sofía Loren y Sara Montiel), a las que pintaban el hocico y le ponían lacitos rosas en el cuello y en el rabo para que lucieran un tanto coquetas (aunque el color no se distingue en las fotos en blanco y negro cedidas por mi paisano Juan Vega Romero), algo imposible de conseguir tan pronto empezaban a berrear como cochinas, que es lo que eran.
 
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La experiencia de mis hermanos mayores con dichos animales se centraba en las hembras parideras a las que se solía preñar dos veces al año.  Decían que eran tercas como ellas solas y  que cada vez que tenían que llevarlas al verraco, como pasara un coche por la carretera (la que provenía de Telde y bajaba al Carrizal, la  única que iba al sur, por la que asomaba un automóvil cada media hora,) se paraban y se mantenían quietas por más que las espolearan. Parían a los tres meses y veinte días y había que dejarlas descansar unos dos meses, después de vender a los cachorros cuando tenían cuatro o cinco semanas. Era todo un espectáculo ver a los lechones corretear por el campo, pues, en general, las cochinas parían más de una docena de cochinitos en cada alumbramiento. Recuerdo perfectamente que una de las que alimentó mi madre parió veinticinco crías  en un solo parto. No tenía tetas para tanta descendencia y había que criar a algunos al dedo, que se decía porque había que usar biberones.
 
Al día siguiente mi padre nos hizo levantar temprano para ir al Carrizal. Mi hermano y yo, más contentos que unas pascuas, desayunamos a las carreras, nos pusimos la ropa de los domingos y salimos corriendo al callejón, en cuya salida ya estaba nuestro progenitor subido en la camioneta tocando la pita. Nos encantó sentarnos al lado del chófer, los dos flacos como palillos, no en vano nuestra madre nos llamaba alfeñiques,  y según llegamos a nuestro destino nos encontramos  con un cochino negro de doscientos kilos, sobre el cual había un hombre montado,
 
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… llevando una camisa blanca y una gorra con visera, mientras un chiquillo lo miraba un tanto asombrado. Después, ya cerca de la plaza, nos encontramos, llenando las calles, con un montón de gente muerta de risa, la mayoría de los hombres con cachorras, las casas engalanadas con alfombras y banderines que colgaban de balcones y ventanas, y un rancho de chiquillos corriendo detrás de los animales, que, asustados por la jauría humana que les perseguía, huían como podían, con el espanto reflejado en sus miradas.
 
Ahora que lo pienso, a estas alturas de la vida, para las pobres bestias aquello tuvo que resultar un verdadero suplicio, pero para nosotros, mi padre, mi hermano y yo, y las casi cuatro mil personas que llenaban las calles del Carrizal, tal carrera cuajó como una fiesta en toda regla, pues las carcajadas estaban aseguradas. 
 
Teniendo en cuenta que en ningún momento cochinas y cochinos sufrieron maltrato físico, aunque sí psicológico, algo que en aquellos años ni se les ocurría pensar a nuestros mayores, nunca más he visto a un pueblo entero abandonado a la risa. Es un recuerdo alojado en un alegre rincón de mi memoria que atesoro como oro en paño.
 
Quico Espino
Fotos de archivo
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