Microrrelatos. La voz del barranco

Gregoria descubre en el barranco de Guayadeque un refugio de secretos ancestrales y melodías que solo ella logra escuchar al caer la tarde.

Olga Valiente Miércoles, 27 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura:

Nadie en el pueblo entendía por qué Gregoria recorría cada tarde el barrando de Guayadeque. Cuando le preguntaban por qué siempre hacía el mismo recorrido, ella decía que allí el aire era diferente, más pesado y con más significado, que entre sus paredes de roca se sentía segura y que allí la naturaleza le guardaba sus más íntimos secretos, secretos que solo revelaba al caer el sol.

 

Aquel mágico lugar, mitad santuario natural, mitad refugio de grandes historias de la antigüedad, parecía tener vida propia y latir bajo sus pies. Allí el murmullo del viento se mezclaba con el canto alejando de un timple que, según los vecinos, nadie más escuchaba, excepto ella. Salvo que el barranco quisiera hablar contigo que entonces te lo hacía saber con lindas notas y olor a eucalipto.

 

Una tarde de verano, cuando el cielo estaba bañado de colores anaranjados, Gregoria se detuvo ante una de las tantas cuevas que existían. Allí, el sonar de las notas se escuchaba de manera más clara que nunca. Pero esta vez, no parecía ser el sonido de un timple, sino la voz de alguien mayor entonando folías antiguas que hablaban de aborígenes, de luchas perdidas, de la lava del volcán y la salitre del mar pero, sobre todo, de amores que nunca llegaron a encontrarse.

 

Cerró los ojos un instante, y se dejó llevar por la melodía imaginándose a sí misma vestida con pieles marrones y desgastadas, portando un cuenco de barro con millo y una mirada serena. Esa mujer, ella, se decía:

 

—Siembras memoria cada vez que escuchas. Nunca te olvides de quiénes fuimos.

 

Cuando abrió los ojos, su corazón latía acelerado. En el barranco reinaba un silencio inusual, como si nada hubiera pasado, como si todo se lo hubiera inventado. Desde entonces, cuando alguien le preguntaba por qué caminaba cada día hasta allí, hasta esa parte del barranco, ella sonreía y respondía:

 

—Porque en Gran Canaria, hasta las montañas hablan. Solo hay que saber escucharlas.

 

Olga Valiente

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