A veces me vienen a la memoria aquellas eternas y lánguidas tardes que pasaba junto a mi abuela. Nos acercábamos a la puerta de la entrada, ella en su silla de mimbre y yo en un pequeño taburete que preparaba para la ocasión. Así veíamos pasar el tiempo juntas. Ella cosía mientras yo leía aquellos maravillosos libros que tanto me gustaban. No era necesario que nos habláramos porque nos comunicábamos con el silencio y las palabras habrían sido como espadas rasgando el aire de nuestros instantes inmutables.
En ocasiones yo rompía aquella eterna quietud cuando me levantaba e iba corriendo a través de la interminable galería hasta llegar al patio, un patio inundado de flores y luz que ella cuidaba con sumo cariño.
En un rinconcito de aquel patio había una pequeña pila en la que se encontraba la talla del agua. Yo me ponía sobre las puntas de mis pies y llenaba la taza con abundante agua transparente. Jamás he vuelto a probar un agua como aquella. Después, me quedaba un rato jugando en el patio saltando entre las macetas, pero inmediatamente volvía junto a ella como si presintiera que el tiempo se me escapaba de las manos y de nuevo atravesaba la silenciosa galería. Ella no se inmutaba, apenas levantaba la vista de aquella camisa gris que llevaba días zurciendo.
La recuerdo perfectamente: su eterno vestido marrón con motivo de una promesa hecha a la virgen del Carmen, sus medias negras, sus zapatos planos pero, sobre todo, recuerdo su rostro plagado de arrugas; un rostro por el que el tiempo había pasado sin piedad dejando el rastro de profundos surcos de trabajo y sufrimiento, de una guerra y una posguerra, de hijos y de nietos, de nacimientos y de muertes. Pero lo que más me gustaba de ella era su hermoso y largo cabello blanco que enroscaba en la nuca debajo de un pañuelo negro del que nunca se desprendía. Por eso, por las mañanas, cuando nos levantábamos, me gustaba sentarme en una silla y ver cómo peinaba su enorme cabellera plateada, mientras la imaginaba, vestida con su largo camisón blanco, como una de aquellas hadas buenas sobre las que yo leía en mis libros.
Así pasaban las tardes. Los relojes sonaban en aquel largo silencio como si el tiempo se hubiera detenido definitivamente por algún extraño conjuro. A veces me quedaba dormida y, cuando me despertaba, ya había oscurecido. Me había cubierto con una manta y me despertaba con aquellas largas manos en las que depositaba todo el amor del mundo. Su comida, su ropa, su cuerpo desprendían un olor diferente a todo. Yo dormía con ella y compartíamos nuestro calor, un calor que quizá ya comenzaba a faltarle. Nunca he podido definir aquel aroma que a veces me viene a la memoria como un recuerdo perdido que se difumina en la nebulosa de mi niñez.
El silencio me trae de nuevo su rostro y su pelo, su olor y su calor a la memoria, una memoria en la que se mezclan la melancolía de una niñez perdida y los rostros de las personas amadas; una niñez plena en la que mi abuela María me regaló momentos sin palabras que jamás he vuelto a tener.
Lola Sosa
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