Gentes e historia

La negativa: cuando decir "no" podía costarte la vida

Un episodio silenciado en Ingenio durante la posguerra franquista

Juan Vega Romero Sábado, 23 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura:
Foto: Juan Vega RomeroFoto: Juan Vega Romero

En 1942, en Ingenio, bastó un “no” dicho casi en susurro, él apoyado en la barra de un bar, en la calle Antonio Rodríguez Medina, que encabeza este artículo, para que Tomás Suárez acabara detenido de madrugada y encerrado en un calabozo sin cargos. Lo libró su hermano, un sacerdote ciego muy querido en el pueblo, al que las mujeres acudían a confesarse, quizá porque en esos ojos nublados encontraban la libertad de decir lo que nunca se atrevían a contar frente a una mirada directa.
 
El golpe en la puerta no fue uno ni dos. Fue una ráfaga seca, repetida, sin compás, que partía el silencio en mil pedazos. A las dos de la madrugada, aquel martilleo pesaba más que el propio ruido: parecía golpear directamente en el alma de un pueblo que ya vivía encogido, con el miedo metido en los huesos. No pedían permiso, no daban explicaciones. Simplemente entraban… y el resto ya se sabía.
 
La oscuridad en la casa se hizo más espesa todavía, mezclada con el olor de la tierra húmeda y con ese miedo antiguo, el que no se inventa, el que se hereda. Tomás se incorporó de golpe en su catre. El corazón, desbocado. Como si ya supiera lo que venía. En la habitación contigua, sus padres y su hermano ciego contenían la respiración, intentando que el silencio funcionara como escudo. Los vecinos, aunque despertaron con el estruendo, fingieron seguir dormidos. Nadie preguntó, nadie se despidió.
 
No hubo cargos, ni siquiera un papel. Y así, en una noche cerrada de 1942, Tomás desapareció engullido por la oscuridad. Su “crimen” había sido una sola palabra: “no”.
 
El laboratorio del miedo: represión en Canarias
 
Durante los años más oscuros de la Guerra Civil (1936-1939) y la inmediata posguerra, Ingenio —con sus casas encaladas, calles polvorientas y silencios demasiado largos— vivía bajo una sombra inmóvil. Las campanas de La Candelaria seguían sonando, sí, pero para muchos el tiempo se había detenido. Incluso los cantos de los ranchos de ánimas parecían arrastrar un tono más lúgubre, como si el propio paisaje se hubiese vestido de luto.
 
Canarias, recordemos, fue donde Franco montó su cuartel general en 1936. Y aquí ensayó esa maquinaria de represión que luego se extendería por la península. Los historiadores calculan que, solo en Gran Canaria, se ejecutaron al menos 1032 personas entre 1936 y 1939. A esa cifra se suman las detenciones arbitrarias, las desapariciones, las torturas. En Ingenio, a diferencia de localidades como Telde o Arucas, la represión no tuvo una gran incidencia, manifestándose en casos más aislados como el de Tomás. 
 
Curiosamente, el propio Tomás, todavía un joven, había sido obligado a luchar para el bando franquista durante la guerra, como tantos otros jóvenes de su época. No hacía falta militar en ningún partido: bastaba con ser maestro, sindicalista o simplemente alguien que no asentía cuando debía. En febrero de 1939, la Ley de Responsabilidades Políticas apretó aún más la soga: castigaba retroactivamente cualquier gesto de “desafección al régimen”. Con eso, podían detenerte sin juicio por un simple comentario. En Canarias la aplicaron con frialdad quirúrgica. Cientos de maestros fueron apartados por “ideología sospechosa”. La Falange hacía listas negras, organizaba patrullas… y hasta una charla en el bar podía convertirse en delación.
 
Un susurro que sonó como trueno
 
Hoy nos cuesta imaginarlo: unas palabras bajitas, dichas casi con desgana en la barra de un bar, podían llevarte directo a un calabozo. Pero así era. Lo de Tomás ocurrió en una de esas noches frías del 42, en el bar de los Rodríguez, junto al Puente. El local lo llevaba la familia de un hombre con cargo en el régimen. Entre vasos y murmullos, se hablaba de los centinelas que el ayuntamiento quería poner en las entradas del pueblo. Buscaban voluntarios. Tomás, que nunca fue de levantar la voz, soltó casi sin pensarlo:
 
-Yo ahí no me pongo. No me gusta eso. Que me dejen tranquilo.
 
No lo dijo con rabia ni con desafío. Fue un “no” cansado, de pura sinceridad, como quien todavía cree que se puede opinar sin que pase nada. De inmediato, las conversaciones se cortaron. Miradas huidizas. Y Tomás, sin saberlo, había cruzado la línea. No tardó mucho. Alguien escuchó. Y alguien informó. La noticia llegó a oídos de don Jacinto, hombre del Movimiento. Y su palabra pesaba más que cualquier tribunal.
 
La noche más larga
 
La Guardia Civil irrumpió de madrugada. Golpes secos, voces firmes. Los padres de Tomás saltaron de la cama; su hermano ciego tanteaba las paredes, intentando entender. Los vecinos, aunque despiertos, no se asomaron. Mirar también podía ser delito. Se lo llevaron sin cargos. Lo encerraron con otros tres hombres en un cuarto de la Cámara Agraria (años después sería la Sindical). Tres días pasó allí: sin juicio, sin explicación, con el miedo como única compañía. Y con la certeza de que su destino podía ser la sima de Jinámar, aquel pozo volcánico en Telde donde, años más tarde, se encontraron restos humanos con signos de ejecución.
 
El hallazgo de 2007
 
Décadas después, en septiembre de 2007, un trabajador del Ayuntamiento de Ingenio revisaba documentos del archivo de la Cámara Agraria. Entre legajos polvorientos aparecieron papeles de la Falange: listas de cuotas, boletines, fichas azules del Auxilio Social. En esas mismas paredes donde Tomás había pasado sus horas más largas, estaban anotados los nombres de tantos que, como él, habían sido devorados por el engranaje del miedo.
 
El ángel ciego
 
A Tomás no lo salvó un abogado ni un indulto. Fue su hermano, el sacerdote ciego. Respetado en la diócesis, más valiente que muchos con vista. En el pueblo, las mujeres acudían a confesarse con él, tal vez porque, al no poder verlas, sentían que podían hablar sin máscaras. Y así, aunque no fueran devotas, lo buscaban.
 
Durante la guerra, había pedido permiso al Obispado para ir a Barcelona a operarse. La respuesta fue un aviso que helaba: “La cosa está fea. Están matando curas allá”. No viajó nunca. Su mundo se redujo a un itinerario aprendido de memoria, de la casa familiar, en la calle Arcediano López Cabeza, a la iglesia.
 
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Los padres medían los pasos, quitaban obstáculos. Y casi siempre era Tomás quien lo guiaba. Ese mismo hombre, con sotana y determinación, salió a la calle. No a rogar, sino a exigir. Golpeó la puerta de don Jacinto y, sin titubear, le dijo:
 
-Mi hermano Tomás no es un agitador. Vive para su familia y para cuidar a un sacerdote discapacitado. Su único “delito” es ser honesto. Y eso, don Jacinto, es una virtud cristiana.
 
Horas después, Tomás regresaba a casa. Pero ya no era el mismo. De los otros tres detenidos, nunca se supo.Y es inevitable pensarlo: si Tomás no hubiese tenido un hermano sacerdote, con la autoridad moral que la Iglesia mantenía en aquellos años, quizá estaríamos hablando de otra cosa. El peso del régimen era aplastante, y sin esa figura intercesora lo más probable es que su nombre se hubiera borrado en el silencio, como el de tantos. Es la paradoja amarga de la época: la Iglesia, pilar del franquismo, también podía ser —en casos contados— el único escudo para salvar una vida.
 
El peso del miedo heredado
 
Con el tiempo, Tomás formó familia, trabajó, crió hijos. El miedo quedó enterrado… pero nunca del todo. En democracia, fue con uno de sus hijos a votar. Al salir del colegio electoral, se le llenaron los ojos de lágrimas.
 
-Por fin podemos votar libres –susurró.
 
El hijo, sin entender, le preguntó por qué lloraba. Y entonces, por primera vez en cuarenta años, Tomás lo contó todo: la detención, la noche de aquel “no”. Decirlo abrió una herida, sí, pero también permitió que empezara a cerrar.
 
El testimonio llegó al autor después de leer un artículo sobre los hermanos Artiles Viera, represaliados en Telde. Fue entonces cuando uno de los hijos de Tomás decidió hablar, rompiendo el silencio que había pesado sobre su familia durante décadas.
 
La lección de un “no”
 
La historia de Tomás no le pertenece solo a él. Es también de todos los que callaron, de los que heredaron el miedo. Porque un “no” podía destrozarte la vida, pero a veces un gesto humano bastaba para salvarla. Hoy, con la Ley de Memoria Democrática intentando rescatar estas voces, su historia nos recuerda algo: la libertad no se pierde de golpe, se desgasta en pequeñas renuncias. Y también se defiende en lo pequeño, incluso en un susurro dicho en la barra de un bar. Porque el silencio protege al verdugo, pero la palabra rescata a la víctima. Y cada vez que contamos historias como la de Tomás, la oscuridad retrocede un poco.
 
Si en tu familia hay silencios, si hay un abuelo del que no se habla, quizá sea el momento de preguntar, de escuchar, de contar. La memoria, dicha en voz alta, tiene un poder sanador.
 
Este relato nace del testimonio confiado por uno de los hijos de Tomás Suárez, que, tras años de silencio, decidió compartirlo. Los nombres han sido modificados para preservar la intimidad de quienes aparecen. La reconstrucción se enmarca en una investigación sobre la represión franquista en Canarias. Escuchar estas voces, tantas veces silenciadas, y devolverles su lugar en la historia no es solo memoria, es también reparación. Porque detrás de cada silencio heredado suele esconderse una verdad que merece ser contada.
 
Juan Vega Romero
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