Nada es lo que era, los barrios tampoco
Dicen que las sensaciones vividas durante la infancia se quedan grabadas en nuestro cerebro de tal manera que, ocurra lo que ocurra, esos recuerdos permanecerán intactos, grabados a sangre y fuego. En un barrio se forma la identidad de los que han visto la luz y vivido en él; se forman las primeras relaciones de cada persona y cuando eres niño/a, tu barrio es tu mundo. Mundo que descubres con tus vecinos, jugando a la pelota, a las escondidas o a las muñecas, en síntesis jugando, caminando… viviéndolo. Tu barrio, es una parte de ti, que quieres que siempre esté ahí, aunque esté cambiando continuamente. Abrirán y cerrarán negocios, arreglarán las calles, verás caras conocidas que luego se irán y a personas que no conoces, caminando por sus calles. Pero siempre mantendrá la esencia que lo hizo y lo hace importante para ti; siempre será tu barrio. Las personas también cambiamos, mientras vamos creciendo en años: otros intereses, otros gustos, otros objetivos, cambiamos de coche y tal vez nos vayamos a residir a otro lugar, porque creemos que vamos a vivir mejor o por circunstancias varias; pero creo que es importante no olvidar de dónde venimos y ese de dónde, siempre será nuestro barrio.
Ni que decir tiene, que los barrios de hoy, suelen ser más silenciosos que los de antaño; con sus calles normalmente limpias, fachadas impecables, ventanas cerradas, niños que no juegan, balones que no ruedan, vecinos que apenas se saludan. No pongo en duda que hemos construido, todo hay que decirlo, un mundo eficiente, ordenado y conectado; pero en el proceso de construcción de este mundo, creo que se ha perdido algo esencial: y ello es, el roce humano en gran medida, el calor del encuentro casual y la magia de lo imprevisto.
En los barrios de antes, las aceras y las calles eran espacios de infancia, donde los niños inventaban mundos con una pelota y cuatro piedras, para marcar las porterías; los partidos se organizaban a gritos en cualquier lugar de la calle; sin embargo hoy, las calles están vacías; los niños tienen agendas, pantallas y actividades estructuradas. Ya no se pierden horas en la calle, ya no se pelean y se reconcilian bajo la mirada atenta de los mayores. Ahora todo es más seguro, más controlado, más solitario.
No es casualidad, porque la casualidad no existe, que hemos levantado un muro invisible entre nosotros, que se llama tecnología; las pantallas nos dan la ilusión de conexión mientras nos aíslan del mundo palpable. Saludamos a los vecinos con un like, hablamos por mensajes en lugar de mirarnos a los ojos, preferimos el silencio de los auriculares al riesgo de una conversación incómoda. Nos hemos vuelto expertos en evitar la vida real.
Y así, sin darnos cuenta, hemos cambiado la espontaneidad por el cálculo, el abrazo por el icono digital, la charla de banco por el scroll. Las redes sociales nos prometieron comunidad, pero nos entregaron una ficción.
Lo peor no es que hayamos perdido los juegos de calle o las tertulias callejeras; lo peor es que hemos perdido la costumbre de lo informal, de lo no planificado. Antes, la vida transcurría de otra manera: una charla mientras se compraba el pan, un partido que se alargaba hasta el anochecer, un vecino que te ayudaba a cambiar una rueda. Ahora, hasta la amistad es una cita en la agenda.
Y, no digamos nada de las ciudades modernas, porque en ellas se da un extraño fenómeno; las personas viven amontonadas, pero son más desconocidas que nunca. Las mismas personas, que comparten ascensor durante años, resulta, que ni tan siquiera, se saben sus nombres. Se cruzan miradas fugaces en el supermercado y miran hacia otro lado; interiorizan que el otro es una amenaza, una distracción, un ruido. Y así, los barrios se convierten en dormitorios, las plazas en decorados, las personas en figuras virtuales. Ya no hay señoras que regañan a los niños ajenos, ni hombres que arreglan bicicletas en la acera, ni adolescentes que se enamoran en una esquina. La calle ya no es nuestra.
Quizás no todo esté perdido, porque todavía podrían haber resquicios donde la vida se resista a desaparecer: un mercadillo donde los vendedores conocen a sus clientes, un parque donde los abuelos enseñan a los niños a jugar al dominó, al parchís, la oca…, una librería de barrio donde el dueño recomienda libros como si fueran cartas de amor. Estos, podrían ser solo pequeños actos de resistencia contra la agresiva ola de individualismo que nos invade.
Tal vez la solución no esté en atribuir estas características negativas a la tecnología, sino en tener en cuenta, que la tecnología, es solo una herramienta; y en que no hay nada, que pueda sustituir el roce de una mano, el sonido de una risa compartida, la complicidad de un partido de fútbol improvisado. Los barrios, no se construyen con ladrillos, sino con miradas, con voces, dedicando tiempo a los demás...
Juan Reyes González
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