Vitamina mar

Quico Espino

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“Vitamin sea” es una expresión coloquial inglesa usada para aludir a la sensación que produce estar junto al mar, ese estado de relax y bienestar que se experimenta al escuchar las olas o ver una puesta de sol a la orilla de la playa, algo que a mi abuelo paterno le habría gustado disfrutar todos los días del mundo. De hecho se iba a la playa de El Burrero cada vez que podía, aunque fuera caminando, para sentir la brisa marina en su cara. 
 
Regentaba un  pequeñísimo bar en uno de los barrios más pintorescos de Ingenio, El Sequero, y, para llevar sus cuentas, como no sabía leer ni escribir, trazaba un palote en una libreta,  cuando le debían una peseta y un redondel si la deuda era de un duro.
 
A mi abuelo, que nació con la Segunda Revolución Industrial, poco después de que empezaran a construir el Canal de Panamá, le encantaba el mar y solía compararlo con una vitamina, la más beneficiosa tanto para el cuerpo como para el alma, pues, según él, proporcionaba energía física al tiempo que animaba a hacer las cosas con ganas. Y con apetito, añadía, alegando que en comer está la ganancia. Por eso cuando vi la foto que encabeza el artículo pensé en él de inmediato
 
-Ahí donde lo ve, chiquitito y esmirriado, que pesa cincuenta y ocho kilos y no llega a uno sesenta, es un hacha, un fiera, un toro, pues en veinte años que llevamos casados ya me ha dejado dieciocho veces en estado. Fijo pariendo, cristiano –le dijo mi abuela, que medía quince centímetros más que su marido, a Pepito Monagas, el mismo que encarnó al personaje de Pancho Guerra, el cual cogió a la pareja formada por mis abuelos paternos, a quienes, por su estatura, catalogaba de kilo y medio, como protagonistas de varios de sus cuentos.
 
En uno de ellos, mi abuelo, con casi ochenta años, llevando un traje de dril, camisa blanca, corbata, bigote, cachorra y bastón, todo un figurín, se presentó de madrugada en la playa de El Burrero, alegando que le gustaba ver los amaneceres en el mar, pura vitamina, en especial si había un velero sobre las aguas,
 
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… cuando en realidad lo que lo atraía era una barquera cincuentona, viuda y bien entrada en carnes, que le alegraba el ojo.

 

-¡’Tas bonito tú! ¡Mejor tuvieras vergüenza! –le soltó mi abuela, que era cinco años menor que él, después de haberle dado una buena tunda a la viuda, por consentidora, cuando fue a vender el pescado al pueblo. Le arreó con una sama roquera de tres kilos que le quitó de la bañadera, donde la mujer llevaba todo el pescado. 

 

Pepe Monagas terminaba diciendo que la pobre barquera no apareció nunca más por Ingenio. Siempre era él quien ponía el colofón a los Firrimindinguis, el espectáculo que se celebraba la víspera de La Candelaria o San Pedro, patrones del pueblo, fechas en las que mi abuelo se hacía el agosto escribiendo muchos redondeles en la libreta que tenía para apuntar sus cuentas. De paso, aconsejaba a su clientela que se dieran una vuelta por la playa para que respiraran aire puro. 

 

Y mi abuela, viuda desde hacía tiempo, pocos días antes de despedirse de este mundo, comparó a su marido con Pancho López, chiquito pero matón, como decía la canción, una ranchera que, entre otros, cantaba Luis Aguilé. Ella creía  firmemente que su fortaleza provenía del amor que él sentía por el mar, que, sin duda, era la mejor vitamina de todas.

 

Texto: Quico Espino

Fotos:  François Hamel e Ignacio A. Roque Lugo

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