Cuando era una adolescente la literatura gótica y de terror eran mis géneros preferidos: el maestro Poe, Mauppassant, Lovecraft… Pero la lectura más determinante fue el Frankenstein de Mary Shelly. Esta obra tiene tantas lecturas como lectores, como todos los libros. Por eso nuestros personajes imaginados son tan singulares aunque provengan de un ejemplar reproducido. Es la venganza de lo multiplicado, porque nada se regenera igual en este habitáculo llamado mente. En este caso, mi personaje es la propia autora, que flota como un espíritu victoriano por los pasillos del gótico edificio que es su creación.
La primera lectura podría ser la reflexión filosófica acerca de la legitimidad de robar el don de la creación reservada únicamente al Todopoderoso. No es casualidad, por tanto, que Mary Shelly subtitule su obra como El moderno Prometeo. ¿Quién eres tú,Dr. Frankenstein, vil representante del género humano para atreverte a crear vida? ¿Cómo te atreves a robar el fuego sagrado a los dioses? Se trata de una llamada de atención a la ciencia del siglo XIX que ya comenzaba a experimentar en el campo de la electricidad y que avanzaba a una velocidad mayor que la propia comprensión del mundo del ser humano. El libro avisa de las consecuencias de esta mortal osadía y de la posibilidad de que la creación se vuelva contra su creador. Cuidado con comer del árbol del Bien y del Mal.
Desde los llamados bebés probetas en la década de los setenta, hoy inseminación artificial, a la clonación reproductiva de animales completos como la oveja Dolly nacida en 1996, o la clonación terapéutica de células madres, la ciencia no ha parado de avanzar y las voces que empuñan argumentos morales para invocar el miedo han quedado relegadas a los predicadores protestantes americanos que han ido engordando sus enormes fortunas al calor de una política neoliberal, mantenida, entre otras cosas, por sus aportaciones millonarias. Esto ha hecho posible colocar a un bobo negacionista milmillonario en la Casa Blanca que sea capaz, entre otros desvaríos, de hacer desaparecer el Departamento de Educación de su país, en un espectáculo ridículo y neurótico en el que nos muestran a un grupo de niños sentados en sus correspondientes pupitres. El niño grande en el primero, con su caligrafía del disparate.
La defensa del creacionismo tiene enormes implicaciones sociales porque, para determinados políticos, es imprescindible mostrar su fe en la creación y obtener así, estos suculentos apoyos. Y aunque la Corte suprema ha establecido límites a la enseñanza del creacionismo en escuelas públicas, algunos estados permiten su enseñanza en escuelas privadas financiadas con fondos públicos. El círculo se cierra. Ciencia y religión no han sido nunca mejores amigas. Pero en este caso, no se trata de un reto científico, sino del triunfo del analfabetismo más ramplón y del dominio económico más sutil. Bueno sutil, sutil…
El monstruo creado en Estados Unidos se volverá, desgraciadamente, contra sus creadores y, de paso, sufriremos todos. El anarcocapitalismo toca a la puerta.
La segunda lectura y, para mi la más interesante, es la que podemos hacer desde el punto de vista de la criatura. El monstruo sufre porque es despreciado por su padre, a quien su aspecto le produce tal repugnancia, que lo obliga a abandonarlo y huir despavorido ante la imposibilidad de soportar el horror de su obra. En este punto es imprescindible conectarse con la autora.
Mary Shelley era hija de Mary Wollstonecraft, escritora, filósofa y autora de la primera vindicación de los derechos de la mujer, y del anarquista William Godwin. Su padre la educó en el menosprecio de la moral burguesa y de los convencionalismos sociales y religiosos de la época, entre ellos, el matrimonio. Cuando Mary tiene un hijo con el poeta Shelley, amigo de Lord Byron, y con quien convive sin casarse, su padre la rechaza y la aleja de su lado.
Qué hermoso paralelismo: Frankenstein, obsesionado con el control de la vida, crea un monstruo, al que luego, por terrible, no puede soportar. Godwing, por su parte, ha creado también un ser sobrecogedor: una librepensadora, filósofa, escritora, editora; una nueva mujer que no puede, finalmente, aceptar, por muchas ideas sobre justicia política que construyan su pensamiento filosófico. Contradicciones humanas.
El monstruo de Frankenstein se siente desolado y abandonado, Mary también. Por eso se venga de su creador persiguiéndolo hasta un fin del mundo helado, destruyendo su vida y todo lo que ama. De igual forma, Mary también se venga de su padre en este libro, denuncia sus contradicciones, grita de dolor y se siente un monstruo, un monstruo incomprendido y abandonado por quien más ama, por su creador. ¿Puede haber algo más doloroso? Con su novela, Mary realiza una hermosa y poderosa catarsis personal para liberar sus demonios y permitir que su engendro llore desde su humanidad el abrazo que se le ha negado. Dicen que eso tiene la literatura. Al fin y al cabo se trata de una terapia de charla con uno mismo para ordenar el caos y de la que, a pesar de las lágrimas, logramos salir ilesos.
Mary fue condenada al ostracismo social, se enfrentó a deudas constantes y perdió a tres de sus cuatro hijos; su esposo, Shelley, con quien finalmente se casó, se ahogó al hundirse su velero durante una tormenta, y la última década de su vida sufrió múltiples enfermedades, probablemente asociadas al tumor cerebral que acabaría con su vida a los 53 años. Un monstruo también la persiguió y la convirtió en inmortal.
“Los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan” (Stephen King).
Lola Sosa
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