-Cuéntame un cuento sobre el mar –dijo ella.
Él la tomó de la mano y la arrastró hacia la orilla de un mar que corría a morir con la luz del crepúsculo. Sus manos se aferraban con violencia mientras el mar los arrastraba irremisiblemente.
Cuando se sumergieron, el silencio estalló como un aullido en sus mentes. De nuevo el útero materno, la seguridad. Nada malo podía pasar ahí abajo. Había algo atávico en aquella situación y el deseo irrefrenable por no salir se apoderaba poco a poco de ellos.
Sus movimientos se volvían lentos y etéreos, y el mar brillaba arriba como una coraza de cristal. Giraban una y otra vez alrededor del otro, se tocaban con suavidad en una danza frenética. Sus risas traspasan las frías aguas y parecían subir a la superficie retando a los dioses con su felicidad. Pero en el crepúsculo, el cielo se hundió en el mar y los abrasó.
Cuenta la leyenda que todos los atardeceres, cuando cantan las ballenas, se oye la risa ensortijada de los amantes.
Texto e imagen: Lola Sosa
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