Hay cosas que me retrotraen a mi infancia como, por ejemplo, el olor del tomate podrido, pues los tomates sobrantes del almacén de don Juliano, donde trabajaban un montón de mujeres y donde ahora hay un Mercadona inmenso, se tiraban a montañas en los aledaños de la carretera que iba para Carrizal, justo enfrente de dicho establecimiento. Como en Ingenio todos éramos cochineros y casi todos teníamos cochinas parideras, mi madre me mandaba, desde que tuve uso de razón, a coger tomates de dichos montículos, los cuales olían a putrefacción.
Me pasa también cuando oigo el tango del legionario que conoció a una tanguista en un cabaré, que me recuerda a mi padre cantando al lado de una hoguera en la playa de Agua Dulce, y a mi tío Paco el ciego acompañándolo a la guitarra, con aquellos dedos gordos, que no sé cómo cabían en los trastes del instrumento; o cuando escucho Rocío, manojito de claveles, que siempre veo a mi madre echándose una copla, al lado de la misma fogata; o El bardo, que se enamoró de una chica de la sociedad, que me recuerda a mi única hermana, o María Dolores, el pasodoble que cantaba mi hermano mayor, con una voz que rompía la barrera del sonido.
Un sabor, una visión, un beso, los sentidos todos me llevan al pasado con frecuencia sin sentir la nostalgia que conlleva tristeza o pesadumbre, sólo el recuerdo de algo vivido, que fue lo que le pasó a Proust al probar la dichosa magdalena mojada en té.
La foto que encabeza este artículo, titulada “I see the boys of summer” (veo los chicos del verano) es la imagen seleccionada de Richard Boll (Kenia, 1977) para la Exposición de Verano de la Real Academia de Arte de Londres en este año 2025. Es una fotografía que el autor sacó en las costas españolas el año pasado y, por lo visto, el título está tomado de un poema de Dylan Thomas (1914-1953), en el que se habla de la nostalgia y del cíclico tema relacionado con la vida y la muerte, una imagen que me devuelve a la infancia y a la temprana adolescencia en las playas de Gando, El Burrero, Ojos de Garza, Agua Dulce y Tufia, a donde mi padre nos solía llevar en una camioneta con la que se ganaba la vida, e incluso en El Paso del Sargo, que conocí cuando llegué a Gáldar y empecé a vivir en Sardina hace casi cuarenta y cuatro años.
En todos esos lugares había riscos, unos más altos que otros, con sus nombres y todo, (la Guadisa, la Cuna, la Bartola, la Filúa) desde los cuales nos tirábamos al agua, lo cual sucede también en la foto antes mencionada, aunque esta vez es una montaña, en la que tres adolescentes están cayendo al mar de forma un tanto alocada, mientras, desde lo alto, son observados por sus acompañantes. Al lado, vemos una casa cueva, con escaleras que bajan hasta el agua, que me recuerda a la cueva que le prestaban a mi padre en Agua Dulce, donde nos pegábamos veranos enteros.
También me acuerdo de que, al salir de la playa, tras horas lanzándome desde los peñones, siendo todavía un chiquillo, mi padre me invitaba a tomar vino moscatel, elaborado por mis primos de Cazadores, que conservaba en una bota:
-¡Que no se te caiga ni una gota en la arena, que si no te pego un coscorrón! –me decía, muy serio, y yo incluso estiraba los brazos y alzaba en el aire la bota para demostrarle mi habilidad. Más adelante, cuando ya era adolescente me daba un buchito de ron con limón y azúcar, de una botella que él, a falta de nevera, envolvía en un paño húmedo para que se conservara el frescor.
No estaría nada mal, aunque no me gusten las grandes ciudades, ir de visita a la Real Academia de Arte londinense para gozarme la veraniega exposición que la organización viene celebrando desde 1769, con académicos honorarios como David Hockney, Wolfgan Tilmans o Win Wenders y con la participación de grandes artistas como, entre otros, Reynolds, Turner, Constable or Gainsborough.
Creo que, a pesar de tanto ruido y tanto coche como hay en Piccadilly, la zona donde está la academia citada (yo prefiero el rumor de las olas de la playa de Sardina), la idea de asistir a dicha exposición no es descartable, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en verano y que Richard Boll nos invita, con su fotografía, a darnos un remojón, saltando desde los riscos, para refrescarnos en las cristalinas aguas del mar.
Quico Espino
Fotografía: François Hamel.
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